Las aulas en Portland generalmente eran sinónimo de escritorios incómodos, poca luz, calefacción y ventilación inadecuadas, demasiadas horas de estudio, y muy poco ejercicio para los alumnos. Los niños a menudo comenzaban la escuela primaria a los cuatro años; los maestros eran partidarios del castigo físico y, a veces, lo impartían con violencia impulsiva. Un incidente de ese tipo dejó una impresión vívida en la joven Elena. Más de cincuenta años después, se la contó a un grupo de maestros como un ejemplo de cómo no tratar a los alumnos.
“Yo estaba sentada en la escuela, al lado de otro alumno, cuando el maestro arrojó una regla para golpear a ese alumno en la cabeza, pero me golpeó a mí y me dejó una gran herida. Me levanté de mi asiento y salí del aula. Cuando me fui de la escuela y ya estaba camino a casa, el maestro corrió hasta mí y dijo:
“–Elena, cometí un error; ¿no me perdonas?
“Yo le dije:
“–Por supuesto que lo haré, pero ¿cuál fue el error?
“–No era mi intención golpearte a ti.
“–Pero –respondí–, es un error que golpee a cualquier persona. Prefiero tener este corte en la frente y no que otro alumno salga lastimado” (MR 9:57).
Las escuelas de la comunidad enseñaban no solo las “virtudes del trabajo arduo y la obediencia”, sino también la teología de la iglesia cristiana protestante. Las normas escolares requerían que todo alumno que pudiera leer tuviera un Nuevo Testamento, del cual maestros y estudiantes leían al comienzo y al final de cada jornada (Bio 1:26). A fines de la década de 1830 y comienzos de la de 1840, la Iglesia Metodista de la calle Chestnut, de la cual eran miembros los Harmon, era la más grande en Maine. Tenía una biblioteca de libros cristianos para niños, entre los que había algunos sobre una niña llamada Elena.17 Elena Harmon contó que leyó “muchas” de esas “biografías religiosas” de niños virtuosos e irreprochables. “Pero, lejos de animarme en mis esfuerzos por hacerme cristiana, esos libros fueron piedras de tropiezo para mis pies”, recordó. “Me angustiaba porque no podía lograr la perfección de los jóvenes personajes de esas historias, que llevaban vidas de santos, y estaban libres de toda duda, pecado y debilidad con los que yo tambaleaba”. Si esas historias “realmente presentaban una imagen correcta de la vida cristiana de un niño”, razonaba Elena, entonces “yo nunca podré ser cristiana. No puedo esperar jamás llegar a ser como esos niños” (LS80 146, 147).
Fue probablemente en 1836 cuando Elena, mientras iba a la escuela, recogió “un trozo de papel en el que se mencionaba a un hombre de Inglaterra, quien predicaba que la Tierra sería consumida en unos treinta años [1866] a partir de ese entonces”. Quedó tan fascinada que le leyó el papel a la familia. Sin embargo, cuando reflexionó en el acontecimiento predicho, le sobrevino un gran temor, porque le habían enseñado que un milenio de paz precedería la segunda venida de Cristo. El “breve párrafo en aquel trozo de papel tirado” dejó una impresión tan grande en su mente, que Elena “apenas pud[o] dormir durante varias noches, y oraba continuamente para estar lista cuando viniera Jesús” (ibíd., pp. 136, 137; NB 22, 23).18
Quizá fue este temor al regreso de Cristo lo que la motivó a comenzar a leer la Biblia; no obstante, a pesar de su interés, no quería que sus padres se enteraran. Cuando “estaba leyendo mi Biblia”, recuerda Elena, “y mis padres entraban en la habitación, la escondía por vergüenza” (YI, 1/12/1852). Probablemente quería evitar llamar la atención de sus padres a sus sentimientos religiosos. A pesar de su “gran terror” de estar perdida y de la profunda impresión que habían producido en ella las oraciones de su madre, Elena aún intentaba fingir, para ocultar su ansiedad en cuanto a su salvación, que no ocurría nada, y se negaba firmemente a confiarle sus preocupaciones a su madre (ibíd.). Quizás este fue un aspecto del “orgullo” que, más adelante, dijo que caracterizaba su vida antes de su conversión (ver SG 2:21; ST, 24/2/1876; LS80 161; TI 1:32; NB 43). Sin embargo, a pesar de sus preocupaciones recurrentes sobre su condición espiritual, cuando ella se dedicaba a sus trabajos escolares y a todas las demás actividades propias de una niña activa de ocho años, experimentaba días y semanas de relativa ausencia de dudas.
El accidente
Probablemente a fines del otoño de 1836,19 la vida de Elena dio un giro dramático. Elena y su hermana melliza, Lizzie, junto con una compañera de la escuela, tuvieron un encuentro hostil con otra alumna, que era mayor que ellas. Sus padres les habían enseñado que, en caso de un conflicto de este tipo, ellas debían dejar de discutir y apurarse a volver a su casa. Ellas trataron de seguir ese consejo y de regresar a su casa lo más rápido posible, pero la enojada niña les arrojó una piedra mientras se alejaban (TI 1:15).20 Justo en ese momento, Elena miró hacia atrás para ver cuán lejos estaban de su perseguidora, y la piedra la golpeó directamente en el rostro. De inmediato cayó al suelo inconsciente. Cuando recuperó la consciencia, se encontraba en el negocio de un comerciante. Su ropa estaba “cubierta de sangre que manaba abundantemente de [su] nariz y corría hasta el suelo”. Un desconocido se ofreció a llevarla hasta su casa en su carruaje, pero ella se negó y comenzó a volver caminando. No obstante, luego de una corta distancia, se sintió “mareada y muy débil”, y Lizzie y su compañera tuvieron que llevarla hasta la casa. Elena no recuerda qué ocurrió después: estuvo en un estado de sopor por tres semanas. Nadie pensó que sobreviviría, salvo su madre (TI 1:15, 16; SG 2:7; LS80 131, 132; NB 20).
Cuando Elena tomó conciencia de lo que la rodeaba, pensó que había estado dormida. No podía recordar el accidente ni la causa de su condición. En cierto momento, escuchó conversaciones entre su madre y amigos que la visitaban. Al escuchar comentarios como “¡Qué lástima! No la habría reconocido”, sintió curiosidad. Cuando pidió un espejo, quedó atónita ante su apariencia, porque “todos los rasgos de [su] cara habían cambiado”. Su nariz estaba totalmente desfigurada,21 y ella “quedó hecha un esqueleto”. Más tarde, contó que ver su propio rostro fue más de lo que podía soportar, y “el pensamiento de tener que arrastrar [su] desgracia durante toda la vida” le era insoportable. Como no encontraba felicidad en su existencia, no quería vivir, pero no se atrevía a morir sin estar preparada (TI 1:16; SG 2:9; LS80 132; NB 20).
La conversión de Elena Harmon 22
Convencida de que se estaba muriendo, Elena “deseaba llegar a ser cristiana y oraba fervientemente pidiendo perdón por [sus] pecados”. Como resultado, sintió paz mental y “[amó] a todos y [sintió] grandes deseos de que a todos se les perdonaran sus pecados y amaran a Jesús”, como ella. Otra indicación de su actitud se manifestó cuando fue testigo de una aurora boreal espectacular, quizás en la noche del 25 de enero de 1837.23 Ella recordó que, “una noche de invierno en que todo estaba cubierto de nieve, de pronto el cielo se iluminó, se puso rojo y me dio la impresión de que se había enojado, ya que parecía abrirse y cerrarse mientras la nieve se veía como si estuviera teñida de sangre. Los vecinos estaban espantados. Mi madre me llevó en sus brazos hasta la ventana. Me sentí feliz porque pensé que Jesús venía, y tuve grandes deseos de verlo. Mi corazón rebosaba de alegría, crucé las manos en ademán de éxtasis y pensé que se habían acabado mis sufrimientos. Pero mis esperanzas no tardaron en convertirse en amargo chasco porque, pronto, el singular aspecto del cielo palideció y, al día siguiente, el Sol salió como de costumbre” (TI 1:17; SG 2:9, 10; LS80 133).24
Robert, su padre, no estaba en la casa cuando ocurrió el accidente, pues se encontraba en uno de sus viajes de negocios en Georgia. En Maine había abundancia de pieles de castor; si se utilizaba para confeccionar sombreros, estos luego podían venderse a un buen precio en el sur del país. Cuando regresó al hogar, abrazó a los hermanos de Elena. Entonces, preguntó por ella pero, cuando su esposa la señaló, él no la reconoció. Robert apenas podía creer que esa niña fuera “su pequeña Elena, a quien solo pocos meses antes había dejado rebosante de salud y felicidad”. Elena se sintió profundamente