Elena se encontraba débil, demacrada y poco atractiva a los ojos de sus pares. Esto resultó en la pérdida de aceptación social. “Me vi forzada a aprender la amarga lección”, escribió después, “de que nuestra apariencia personal con frecuencia influye directamente en la forma en que nos tratan las personas con quienes nos relacionamos [...] ¡Cuán inconstantes las amistades de mis jóvenes compañeras! [...] Se sentían atraídas por un vestido hermoso o por una cara bonita pero, en cuanto sobrevenía un infortunio, se enfriaba o destruía la frágil amistad” (SG 2:10, 11; TI 1:18). Trataba de escapar buscando “un lugar donde pudiera estar sola” y espaciarse “en sombrías meditaciones acerca de las pruebas que estaba destinada a soportar diariamente”. Solo en Jesús podía encontrar consuelo y la seguridad de que era amada (TI 1:18).
Esto, sin embargo, no cambió su condición física. Durante dos años, no pudo respirar por la nariz. Su salud era tan delicada, que podía asistir muy poco a la escuela, y le era difícil estudiar y recordar lo que había aprendido. La niña que le había arrojado la piedra fue designada por la maestra como tutora de Elena, para que la ayudara con las tareas escritas y las lecciones. Ella se sentía mal por lo que había hecho, y era tierna y paciente con Elena al ver cuánto se empeñaba en estudiar. Pero, cuando Elena trataba de escribir, le temblaba la mano; y cuando trataba de leer, las letras se “juntaban”, sudaba excesivamente, y sentía “debilidad y desvanecimiento”. Además, la tos persistente de Elena, que era una señal de tuberculosis, no le permitió continuar asistiendo a la escuela. La maestra finalmente sugirió que sería mejor para Elena que renunciara a ir la escuela hasta que su salud mejorara. Su relato muestra cuán difícil fue para ella tomar esa decisión: “Fue la lucha más dura de mi joven vida llegar a la conclusión de que debía ceder a mi estado de debilidad, dejar de estudiar y renunciar a la esperanza de obtener una educación” (TI 1:18; SG 2:11, 12; NB 20, 21).
Más adelante, en el otoño de 1839, Elena nuevamente intentó estudiar y se anotó en un seminario para mujeres. Sin embargo, no logró afrontar físicamente el esfuerzo, y también sintió que le sería muy difícil conservar su experiencia religiosa en una institución tan grande. A esta altura, ella renunció a todo intento de obtener una educación formal.26 “Había tenido grandes ambiciones de llegar a ser una persona instruida”, confesó, “y al reflexionar en mis esperanzas frustradas y en que sería inválida durante toda la vida, me rebelaba contra mi suerte y, en ocasiones, me quejaba contra la providencia divina que permitía que yo experimentara tales aflicciones”. Al culpar a Dios, perdió su paz mental y volvió a caer en su antiguo temor a la condenación eterna. Aún así, continuó escondiendo sus sentimientos de todos los que la rodeaban, por temor a que ellos reforzaran sus sombríos presentimientos (SG 2:14; LS80 135, 148; TI 1:19, 21).
Algunos meses después de dejar los estudios por última vez, Elena y su familia asistieron a la primera serie de reuniones que William Miller realizó en Portland, Maine, del 11 al 23 de marzo de 1840 (LS80 136; TI 1:19).27 La convicción de que Cristo volvería pronto, ya que Miller decía que Cristo volvería “como en el año 1843”,28 solo intensificó sus temores. Respecto de esto, después escribió: “Mi esperanza era tan tenue, y mi fe tan débil, que temía que, si otra persona llegaba a expresar una opinión que concordara con la mía, eso me haría caer en la desesperación. Sin embargo, anhelaba que alguien me dijera qué debía hacer para ser salva”. Una noche, cuando Elena volvía caminando a su casa con su hermano Robert después de una reunión, por primera vez compartió con otro ser humano la carga que llevaba. Él respondió con simpatía pero, a los catorce años, al muchacho le faltaban el conocimiento y la experiencia para ayudarla sustancialmente. Por lo tanto, su depresión espiritual continuó (TI 1:21).
La reunión campestre de Buxton
A fines del verano de 1841, Elena dio un gran paso adelante en una reunión campestre metodista en Buxton, Maine.29 Escuchó una presentación sobre la salvación basada en Ester 4:16: “Entraré a ver al rey, aunque no sea conforme a la ley; y si perezco, que perezca”. El pastor animó, a quienes temían que Dios no los aceptara, a que de todas formas acudieran a él. En primer lugar, no tenían nada que perder porque, si no acudían a Dios, ciertamente morirían como pecadores. Pero, en segundo lugar, no tenían nada que temer. Si el implacable rey de Persia tuvo misericordia de Ester, cuánto más estaría dispuesto un Dios amante a tener misericordia del creyente arrepentido. Cuando el pastor instó a los oyentes a no esperar con el deseo de “volverse más dignos primero”, sino a acudir a Dios como estaban, Elena pasó al frente y, en poco tiempo, halló paz; y luego gozo. “Una y otra vez”, Elena se decía: “¿Puede esto ser religión? ¿No estaré equivocada?” “Sentí que el Salvador me había bendecido y había perdonado mis pecados”. Aquí Elena experimentó la segunda etapa de su conversión, al comprender más claramente la justificación, y al creer que sus pecados eran perdonados a pesar de que continuaba “sin alcanzar” la perfección. Había nacido de nuevo, y Jesús, su Salvador, claramente estaba obrando en su vida (LS80 142, 143; TI 1:22, 23; NB 25, 26).30
El 20 de septiembre de 1841, poco después de la reunión campestre y dos meses antes de que cumpliera catorce años, Elena fue aceptada en la Iglesia Metodista para el período acostumbrado de seis meses de prueba antes del bautismo. Su inclinación a la independencia se podía ver en su intenso interés en la doctrina del bautismo. A pesar de que algunas mujeres de la iglesia intentaron persuadirla de que “la aspersión era el bautismo bíblico”, ella “podía ver un solo modo del bautismo autorizado por las Escrituras” e insistió en ser bautizada por inmersión. El 23 de mayo de 1842, ocho meses después de ser aceptada como candidata a prueba, la iglesia votó recomendarla para el bautismo. Un mes más tarde, el 26 de junio de 1842, se bautizó en la bahía Casco.31 De este modo, transcurrieron nueves meses completos entre su primer compromiso para bautizarse y la realización del “solemne rito”. Lamentablemente, ese tiempo fue suficiente para que comenzara a olvidar la experiencia de la reunión campestre de Buxton, y para que ocurriera un cambio enorme en la actitud de la iglesia local hacia los simpatizantes milleritas. El bautismo de Elena fue el “último acto oficial” del pastor John Hobart, de mentalidad más abierta, en la Iglesia Metodista de la calle Chestnut. El pastor Hobart fue reemplazado por William F. Farrington, que se dedicó a reprimir o a expulsar a los milleritas de la congregación de la calle Chestnut.32
La seguridad de la salvación
La conversión de Elena había comenzado, entre 1836 y 1837, con un arrepentimiento en lo que creía que era su lecho de muerte. En 1841, en la reunión campestre de Buxton, logró comprender la justificación con mayor profundidad. Sin embargo, para cuando se bautizó, en 1842, ya se encontraba al borde de una tercera crisis religiosa. Solo dos semanas antes, William Miller había visitado Portland por segunda vez, entre el 4 y el 12 de junio de 1842. Para entonces, Elena era una ferviente creyente en el mensaje millerita de que “Jesús pronto volvería en las nubes de los cielos”, pero estaba muy “preocupada” respecto a su falta de preparación para encontrarse con él.33 Las primeras creencias metodistas definían la santificación como una “segunda bendición” por medio de la que, en algún momento, el creyente recibía santidad de corazón, que resultaba en la victoria sobre el pecado.34 Elena, más tarde, rechazó el énfasis en la santificación como algo instantáneo e insistió en que era, más bien, una “obra de toda la vida”. No obstante, como metodista, había escuchado sermones en los que se afirmaba que solo los “santificados” serían salvos; y ella sentía que solo podía reclamar la justificación, pero no la santificación. Por lo tanto, “anhelaba por sobre todas las cosas obtener esa gran bendición, y sentir que [ella] había sido completamente aceptada por Dios”, pero no entendía cómo eso podría suceder (LS80 149, 150; TI 1:27-30; NB 30-33).35
Al acercarse el año 1843, la preocupación de Elena por su fracaso en vivir la santificación era cada vez mayor; y su angustia se intensificó aun más a causa de la doctrina del tormento eterno de los perdidos, que los predicadores retrataban vívidamente desde el púlpito. Ella recordó: “Mientras escuchaba estas terribles descripciones, mi imaginación quedaba de tal manera sobrecargada,