Denis Fortin

Enciclopedia de Elena G. de White


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de tinieblas me separó de él. Al reflexionar en que el Creador del universo arrojaría a los impíos en el infierno para que se quemaran incesantemente durante la eternidad, el miedo invadió mi corazón y perdí la esperanza de que un ser tan cruel y tirano llegara alguna vez a condescender a salvarme de la condenación del pecado” (ST, 10/2/1876; LS80 151, 152; TI 1:27-30; NB 30-33).

      Así, estas tres cuestiones –la percepción de su falta de santificación, su terror al tormento eterno, y su consiguiente incapacidad de amar a Dios y de confiar en él– se combinaron para que nuevamente sintiera “condenación”, “desesperación”, “tinieblas”, “angustia” y “desesperación”. Aunque estaba estresada hasta el punto de perder peso y de enfermarse, tenía miedo de confiárselo a alguien (LS80 152; TI 1:28, 31).

      Después de “tres largas semanas” de esta depresión, tuvo dos sueños. En el primero, ella vio “un templo hacia el que se dirigía mucha gente” porque “solamente los que se refugiaban en ese templo se salvarían cuando se acabara el tiempo”. Dentro del templo, había “un cordero mutilado y sangrante”, que los presentes sabían que “había sido quebrantado y herido por causa de [ellos]. Todos los que entraban en el templo debían comparecer ante él y confesar sus pecados”. Muchos entraban en el templo a pesar de la feroz oposición y el hostigamiento de las “multitudes” que permanecían afuera ocupándose de sus cosas. Elena, en su sueño, temía quedar en ridículo y tenía vergüenza de “humillar[se]” en público, así que pensó que, quizás, “era mejor esperar” hasta que la muchedumbre se “dispersara”; o que, de alguna manera, podría acercarse hasta el cordero sin que otros se dieran cuenta. Sin embargo, se demoró demasiado: “resonó una trompeta, el templo se sacudió [y] los santos congregados profirieron exclamaciones de triunfo”. Entonces, “todo quedó sumido en intensa oscuridad” y ella quedó “sola en el silencioso horror nocturno”. Sintió que “se había decidido [su] condenación” y que el “Espíritu del Señor [la] había abandonado para nunca más retornar” (TI 1:31, 32).

      En el segundo sueño que tuvo, ella estaba sentada “en un estado de absoluta zozobra” con la cabeza entre las manos. Decía: “Si Jesús estuviera aquí en la tierra, iría a su encuentro, me arrojaría a sus pies y le contaría todos mis sufrimientos. Él no se alejaría de mí; tendría, en cambio, misericordia de mí y yo lo amaría y le serviría para siempre”. Entonces, un ser “de agradable aspecto y hermoso rostro” le preguntó: “¿Quieres ver a Jesús? Él está aquí y puedes verlo si lo deseas. Toma todas tus posesiones y sígueme”. Elena, “con gozo indescriptible”, “[reunió] alegremente [sus] escasas posesiones, todas [sus] apreciadas bagatelas” y lo siguió. El guía la condujo por una “escalera muy empinada y, al parecer, bastante endeble”. En la cima, se le indicó que “dejara todos los objetos que había traído” consigo, y ella lo hizo “gozosamente”. Entonces, se abrió la puerta y ella se “[encontró] frente a Jesús. Era imposible no reconocer su hermoso rostro. Esa expresión de benevolencia y majestad no podía pertenecer a nadie más. Cuando volvió sus ojos hacia mí, procuré evitar su mirada, por considerarme incapaz de soportar sus ojos penetrantes, pero él se aproximó a mí con una sonrisa y, colocando su mano sobre mi cabeza, me dijo: ‘No temas’. El sonido de su dulce voz hizo vibrar mi corazón con una felicidad que nunca antes había experimentado. Sentía tanto gozo que no pude pronunciar ni una palabra pero, sobrecogida por la emoción, caí postrada a sus pies. [...] Me pareció que había alcanzado la seguridad y la paz del cielo. Por fin recuperé las fuerzas y me levanté. Los amantes ojos de Jesús todavía permanecían fijos en mí, y su sonrisa colmó mi alma de gozo. Su presencia me llenó con santa reverencia y amor inefable”.

      El guía abrió de nuevo la puerta y la invitó a levantar las cosas que había dejado allí. Después, le dio “una cuerda de color verde bien enrollada”, que le dijo que guardara junto a su corazón. Toda vez que ella “deseara ver a Jesús”, debía sacar la cuerda y “la estirara todo lo posible. Me advirtió que no debía dejarla enrollada durante mucho tiempo porque, en ese caso, se anudaría y resultaría difícil estirarla”. “Coloqué la cuerda cerca de mi corazón y descendí gozosamente por la estrecha escalera, alabando a Dios y diciendo, a todas las personas con quienes me encontraba, dónde podían encontrar a Jesús”. Este sueño le dio esperanza. La cuerda verde parecía representar la fe y “comenzó a surgir en mi alma la belleza y sencillez de la confianza en Dios” (ibíd., pp. 33, 34).

       El primer testimonio público

      Con esta percepción nueva del amor de Dios por ella, sintió nuevamente el impulso a cumplir “el mismo deber” que había rechazado por tanto tiempo: orar en público; entonces, decidió “tomar [su] cruz” en la primera oportunidad. Esa misma noche, después de la conversación con Levi Stockman, hubo una reunión de oración en la casa del tío de Elena. Ella recordó: “Me postré temblando durante las oraciones que se ofrecieron. Después que oraron unas pocas personas, elevé mi voz en oración antes de darme cuenta de lo que hacía. Las promesas de Dios se me presentaron como otras tantas perlas preciosas que podía recibir si tan solo las pedía. Durante la oración, desaparecieron la preocupación y la aflicción extrema que había soportado durante tanto tiempo, y la bendición del Señor descendió sobre mí como suave rocío. Alabé a Dios desde la profundidad de mi corazón. Todo quedó excluido de mi mente menos Jesús y su gloria, y perdí la noción de lo que sucedía a mi alrededor. Al recobrar el conocimiento, me encontré atendida en casa de mi tío”.

      No fue hasta el día siguiente que ella se “recuper[ó] lo suficiente para ir a casa” y, cuando lo hizo, sintió que “casi no era la misma persona” que había salido de la casa de su padre la noche anterior. Ella dio testimonio: “La paz y felicidad que ahora sentía contrastaban de tal manera con la melancolía y la angustia que había sentido, que me parecía que había sido rescatada del infierno y transportada al cielo” (LS80 159, 160; TI 1:35, 36).