Denis Fortin

Enciclopedia de Elena G. de White


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ella dijo: “no solo pude expresarme libremente, sino también experimenté felicidad al referir mi sencilla historia acerca del amor de Jesús y del gozo que uno siente al ser aceptado por Dios. Mientras hablaba con el corazón contrito y los ojos llenos de lágrimas, mi espíritu, lleno de agradecimiento, se sintió elevado hacia el cielo” (ibíd. p. 37).

      Ella escribió sobre su propia experiencia de transformación: “La realidad de la verdadera conversión me pareció tan clara, que sentí deseos de ayudar a mis jóvenes amistades para que entraran a la luz; y en toda oportunidad que tuve, ejercí mi influencia para alcanzar ese objetivo”. Sentía gran empatía por los que estaban luchando, como había hecho ella, bajo la sensación del desagrado de Dios por su pecado. Ella “[organizó] reuniones” con sus amistades, incluyendo algunas que “tenían considerablemente más edad” que ella y que ya eran “personas casadas”. Recordó haber descubierto que muchas de sus amistades eran “vanas e irreflexivas, por lo que mi experiencia les parecía un relato sin sentido; y no prestaron atención a mis ruegos”. Pero “[tomó] la determinación” de no cesar en sus esfuerzos hasta que estas personas apreciadas “se entregaran a Dios”. Pasó “varias noches enteras” orando mientras continuaba instándolas a buscar la salvación. Algunas pensaron que ella estaba fuera de sí por ser tan persistente, “especialmente cuando ellas no manifestaban ninguna preocupación de su parte”. Sin embargo, Elena mantuvo sus “pequeñas reuniones”, donde “[continuó] exhortando y orando por cada una individualmente” hasta que “todas” ellas “se entregaron a Jesús” y “se convirtieron a Dios”. Después, comenzó a tener sueños sobre otras personas específicas que necesitaban a Cristo, y al buscarlas y orar con ellas, “[en] todos los casos, con excepción de una, esas personas se entregaron al Señor”. Algunos cristianos mayores la criticaron por tener un “celo excesivo”, pero Elena se atrevió a no aceptar su consejo.

      Ella tenía una comprensión clara del plan de salvación y sentía que su deber era continuar sus “esfuerzos en favor de la salvación de las preciosas almas, y que debía continuar orando y confesando a Cristo en cada oportunidad que tuviera”. “Durante seis meses, ni una sombra oscureció mi mente ni descuidé ningún deber conocido”. Elena se sentía tan llena del “amor a Dios” que “amaba meditar y orar”. Mientras experimentaba esta “felicidad perfecta”, ella “anhelaba contar la historia del amor de Jesús, pero no sentía tendencia a entablar conversaciones triviales con nadie”. Reconocía que, si no hubiese tenido el accidente ni sufrido las subsiguientes aflicciones, ella probablemente no le habría entregado su corazón a Jesús. Sin embargo, Elena ahora podía alabar a Dios incluso por su desgracia y recordó: con “la sonrisa de Jesús que iluminaba mi vida y el amor de Dios en mi corazón, seguí adelante con un espíritu gozoso” (ibíd., pp. 37, 38; cf. ST, 24/2/1876).

       La expulsión de la Iglesia Metodista

       La no inmortalidad del alma

      “Escuché esas nuevas ideas con un interés profundo y doloroso. Cuando quedamos solas con mi madre, le pregunté si realmente creía que el alma no era inmortal. Respondió que le parecía que habíamos estado equivocados acerca de ese tema, como también sobre otros.

      “–Pero, mamá –le dije–, ¿crees realmente que el alma duerme en la tumba hasta la resurrección? ¿Crees que el cristiano, cuando muere, no va inmediatamente al cielo, o que el pecador no va al infierno?

      “–La Biblia no proporciona ninguna prueba de que exista un infierno que arda eternamente –respondió–. Si existiera tal lugar, tendría que ser mencionado en las Sagradas Escrituras.

      “–Pero ¡mamá! –exclamé, asombrada–. ¡Esta es una extraña forma de hablar! Si de verdad crees en esta extraña teoría, no se lo digas a nadie, porque temo que los pecadores obtengan seguridad en esta creencia y no deseen nunca buscar al Señor.

      “–Si esto es una verdad bíblica genuina –respondió ella–, en lugar de impedir la salvación de los pecadores, será el medio de ganarlos para Cristo. Si el amor de Dios no basta para inducir a los rebeldes a entregarse, los terrores de un infierno eterno no los inducirán al arrepentimiento. Además, no parece ser una manera correcta de ganar personas para Jesús, apelando al temor abyecto, uno de los atributos más bajos de la mente. El amor de Jesús atrae y subyuga hasta al corazón más endurecido”.

      Eunice Harmon no se refería solamente a la enseñanza literal de la Biblia respecto de este tema; ella iba más allá de los detalles de la muerte hasta sus implicancias para el evangelio, insistiendo en la superioridad de una experiencia religiosa basada en el amor sobre una impulsada meramente por el “temor abyecto”. Si Elena hubiera conocido esa verdad años antes, se habría ahorrado mucha preocupación y temor, y muchas noches sin dormir. Cuando estudió el tema por su cuenta, Elena descubrió que se abría frente a ella un mundo nuevo para su mente joven. ¡Ahora tenían mucho más sentido tantas otras enseñanzas bíblicas!: el sueño de los muertos, la resurrección del cuerpo, la importancia del Juicio Final y la segunda venida de Cristo (LS80 170-172; TI