ella dijo: “no solo pude expresarme libremente, sino también experimenté felicidad al referir mi sencilla historia acerca del amor de Jesús y del gozo que uno siente al ser aceptado por Dios. Mientras hablaba con el corazón contrito y los ojos llenos de lágrimas, mi espíritu, lleno de agradecimiento, se sintió elevado hacia el cielo” (ibíd. p. 37).
Ella escribió sobre su propia experiencia de transformación: “La realidad de la verdadera conversión me pareció tan clara, que sentí deseos de ayudar a mis jóvenes amistades para que entraran a la luz; y en toda oportunidad que tuve, ejercí mi influencia para alcanzar ese objetivo”. Sentía gran empatía por los que estaban luchando, como había hecho ella, bajo la sensación del desagrado de Dios por su pecado. Ella “[organizó] reuniones” con sus amistades, incluyendo algunas que “tenían considerablemente más edad” que ella y que ya eran “personas casadas”. Recordó haber descubierto que muchas de sus amistades eran “vanas e irreflexivas, por lo que mi experiencia les parecía un relato sin sentido; y no prestaron atención a mis ruegos”. Pero “[tomó] la determinación” de no cesar en sus esfuerzos hasta que estas personas apreciadas “se entregaran a Dios”. Pasó “varias noches enteras” orando mientras continuaba instándolas a buscar la salvación. Algunas pensaron que ella estaba fuera de sí por ser tan persistente, “especialmente cuando ellas no manifestaban ninguna preocupación de su parte”. Sin embargo, Elena mantuvo sus “pequeñas reuniones”, donde “[continuó] exhortando y orando por cada una individualmente” hasta que “todas” ellas “se entregaron a Jesús” y “se convirtieron a Dios”. Después, comenzó a tener sueños sobre otras personas específicas que necesitaban a Cristo, y al buscarlas y orar con ellas, “[en] todos los casos, con excepción de una, esas personas se entregaron al Señor”. Algunos cristianos mayores la criticaron por tener un “celo excesivo”, pero Elena se atrevió a no aceptar su consejo.
Ella tenía una comprensión clara del plan de salvación y sentía que su deber era continuar sus “esfuerzos en favor de la salvación de las preciosas almas, y que debía continuar orando y confesando a Cristo en cada oportunidad que tuviera”. “Durante seis meses, ni una sombra oscureció mi mente ni descuidé ningún deber conocido”. Elena se sentía tan llena del “amor a Dios” que “amaba meditar y orar”. Mientras experimentaba esta “felicidad perfecta”, ella “anhelaba contar la historia del amor de Jesús, pero no sentía tendencia a entablar conversaciones triviales con nadie”. Reconocía que, si no hubiese tenido el accidente ni sufrido las subsiguientes aflicciones, ella probablemente no le habría entregado su corazón a Jesús. Sin embargo, Elena ahora podía alabar a Dios incluso por su desgracia y recordó: con “la sonrisa de Jesús que iluminaba mi vida y el amor de Dios en mi corazón, seguí adelante con un espíritu gozoso” (ibíd., pp. 37, 38; cf. ST, 24/2/1876).
La expulsión de la Iglesia Metodista
Irónicamente, la experiencia de Elena de la largamente buscada “bendición” y de la seguridad de la salvación llevó directamente a ser expulsada de la Iglesia Metodista de la calle Chestnut. En la reunión de instrucción metodista, ella dio testimonio de su “gran sufrimiento bajo la convicción del pecado, de cómo finalmente había recibido la bendición buscada durante tanto tiempo, y de [su] completa conformidad a la voluntad de Dios” (TI 1:39). Cuando declaró que la creencia en la segunda venida de Cristo era lo que había provocado que buscara más sinceramente la santificación del Espíritu Santo, el líder de la clase la interrumpió repentinamente, insistiendo que ella había “recibido la santificación mediante el metodismo”, no “por medio de una teoría errónea”. Elena disentía, reiterando que había encontrado “paz, gozo y perfecto amor” por medio de la aceptación de la verdad respecto de “la aparición personal de Jesús”. Este testimonio fue el último que dio en esa clase (LS80 168; SG 2:22, 23). El 6 de febrero de 1843, la iglesia de la calle Chestnut ya había formado su primera comisión para disciplinar a la familia Harmon. Siguieron otras comisiones durante la primavera de ese año. El 5 de junio, la iglesia designó una comisión para “mantener el orden” en las reuniones y “disciplinar a todos los culpables si fuera necesario”. El “último testimonio” de Elena como metodista probablemente ocurrió alrededor de esta fecha. El 19 de julio de 1843, el Congreso Anual de la Asociación Metodista de Maine votó suspender a todos los miembros que persistieran en defender el millerismo. La expulsión de la mayoría de los miembros de la familia Harmon fue anunciada en la iglesia de la calle Chestnut el 21 de agosto de ese año, y se hizo efectiva el 2 de septiembre cuando se rechazó la apelación realizada por la familia.38
A pesar de la ruptura con los metodistas, el concepto que tenía Elena del camino de la salvación siguió siendo básicamente wesleyano-arminiano durante su vida. Aunque sus escritos posteriores sobre la santificación difieren de la enseñanza metodista en algunos aspectos –ella describe la santificación como un proceso de toda la vida, no como un hecho instantáneo–, Elena respaldó plenamente el punto de vista de John Wesley sobre la justificación y, en la interpretación metodista del camino de la salvación, encontraba mucho más para afirmar que para negar (CS 298, 299).39 Al igual que Wesley, ella insiste en que la seguridad de la salvación es positivamente “esencial” para la “verdadera conversión” (RH, 3/6/1880; Ct 1, 1889; RH, 1/11/1892; TM 452, 453).40
La no inmortalidad del alma
En algún momento entre 1841 y 1843 (LS80 169, 170),41 Eunice Harmon y otras mujeres escucharon un sermón sobre el tema de la no inmortalidad del alma y estaban hablando acerca de los textos bíblicos en los que se había basado la predicación.42 Hasta este momento, Elena había estado segura de un infierno que ardía eternamente para los impenitentes. De hecho, esta creencia era la raíz de su gran temor de la segunda venida de Cristo. Entonces, quedó sorprendida cuando escuchó a su propia madre sostener la idea de que el alma no tenía inmortalidad natural. Después, Elena relató lo siguiente sobre una conversación que tuvo con su madre:
“Escuché esas nuevas ideas con un interés profundo y doloroso. Cuando quedamos solas con mi madre, le pregunté si realmente creía que el alma no era inmortal. Respondió que le parecía que habíamos estado equivocados acerca de ese tema, como también sobre otros.
“–Pero, mamá –le dije–, ¿crees realmente que el alma duerme en la tumba hasta la resurrección? ¿Crees que el cristiano, cuando muere, no va inmediatamente al cielo, o que el pecador no va al infierno?
“–La Biblia no proporciona ninguna prueba de que exista un infierno que arda eternamente –respondió–. Si existiera tal lugar, tendría que ser mencionado en las Sagradas Escrituras.
“–Pero ¡mamá! –exclamé, asombrada–. ¡Esta es una extraña forma de hablar! Si de verdad crees en esta extraña teoría, no se lo digas a nadie, porque temo que los pecadores obtengan seguridad en esta creencia y no deseen nunca buscar al Señor.
“–Si esto es una verdad bíblica genuina –respondió ella–, en lugar de impedir la salvación de los pecadores, será el medio de ganarlos para Cristo. Si el amor de Dios no basta para inducir a los rebeldes a entregarse, los terrores de un infierno eterno no los inducirán al arrepentimiento. Además, no parece ser una manera correcta de ganar personas para Jesús, apelando al temor abyecto, uno de los atributos más bajos de la mente. El amor de Jesús atrae y subyuga hasta al corazón más endurecido”.
Eunice Harmon no se refería solamente a la enseñanza literal de la Biblia respecto de este tema; ella iba más allá de los detalles de la muerte hasta sus implicancias para el evangelio, insistiendo en la superioridad de una experiencia religiosa basada en el amor sobre una impulsada meramente por el “temor abyecto”. Si Elena hubiera conocido esa verdad años antes, se habría ahorrado mucha preocupación y temor, y muchas noches sin dormir. Cuando estudió el tema por su cuenta, Elena descubrió que se abría frente a ella un mundo nuevo para su mente joven. ¡Ahora tenían mucho más sentido tantas otras enseñanzas bíblicas!: el sueño de los muertos, la resurrección del cuerpo, la importancia del Juicio Final y la segunda venida de Cristo (LS80 170-172; TI