de ver pronto a Jesús (LS80 168). Se pensaba que el año judío correspondiente a 1843 terminaría el 21 de marzo o el 21 de abril de 1844, dependiendo del método de cálculo que se usara.43 No sucedió nada inusual en esas dos fechas pero, como los milleritas todavía no se habían centrado en un día en particular, el “chasco de primavera” no fue tan agudo como el “Gran Chasco” posterior.
La explicación del chasco de primavera que resultó más convincente para los milleritas la popularizó Samuel S. Snow en un congreso campestre millerita que se realizó en Exeter, Nuevo Hampshire, del 12 al 18 de agosto de 1844.44 Al tomar como base la famosa exposición de Miller de que los 2.300 días de Daniel 8:14 representaban años y se extendían de 457 a.C. hasta 1843 d.C., Snow introdujo dos perfeccionamientos al sistema de Miller. En primer lugar, Snow argumentó que, si el período de 2.300 años hubiera comenzado a principios del año 457 a.C., habría terminado a finales del año 1843 d.C. Sin embargo, como el período de 2.300 años no empezó a comienzos del año 457 a.C, sino en el otoño de 457 a.C., el fin de ese período de tiempo se extendería la misma cantidad de meses más allá de fines de 1843 hasta el otoño de 1844. En segundo lugar, Snow demostró que, en la simbología de Levítico 23, las festividades de primavera –Pascua, Fiesta de las Primicias y la Fiesta de las semanas– anunciaban la muerte y la resurrección de Cristo, y el derramamiento en Pentecostés; estos hechos se cumplieron con precisión y en la fecha exacta de su símbolo en Levítico 23. Snow extendió el paralelismo, argumentando que las festividades de otoño de Levítico 23 –en particular el Día de la Expiación– también debían cumplirse en la fecha exacta de la tipología de Levítico. Si este razonamiento era correcto, la “purificación del Santuario” de Daniel 8:14 debía comenzar en lo que sería el Día de la Expiación en el otoño de 1844 que, según calculó él, caería el 22 de octubre de 1844,45 para el que faltaban, en ese entonces, menos de nueve semanas. Ese mensaje, conocido como el “verdadero Clamor de Medianoche”,46 se esparció con gran rapidez entre los milleritas.
Durante esa época, Elena visitaba a familias y oraba con las personas cuya fe vacilaba. Creyendo que Dios respondería sus oraciones, ella y las personas por las que oraba vivieron “la bendición y la paz de Jesús”. En ese momento, parecía que Elena tenía los síntomas de tuberculosis terminal: mala salud, pulmones gravemente afectados y voz débil. Sin embargo, nada era más importante que formar y mantener una correcta relación con Jesús.
“Con mucha oración, examen diligente del corazón y confesiones humildes, llegamos al momento tan esperado. Cada mañana sentíamos que la primera prioridad era asegurar la prueba de que nuestra vida era recta ante Dios. Nos dimos cuenta de que, si no avanzábamos en santidad, seguramente retrocederíamos. Aumentó nuestro interés los unos por los otros; orábamos mucho con los demás y por los demás. Nos reuníamos en los huertos y en las arboledas para estar en comunión con Dios y para ofrendar nuestras peticiones a él, sintiendo con más claridad su presencia cuando estábamos rodeados por las obras de su naturaleza. Los gozos de la salvación eran más necesarios para nosotros que el alimento y la bebida. Si las nubes oscurecían nuestra mente, no nos atrevíamos a descansar ni a dormir hasta que fueran barridas por la conciencia de que éramos aceptos por el Señor” (LS80 188, 189).
Cuando llegó el día, los creyentes milleritas esperaban que su Salvador vendría y completaría su alegría. Sin embargo, “tampoco esta vez vino Jesús cuando se lo esperaba”. Dejaron sus empleos y sus negocios seculares. “Amarguísimo desengaño sobrecogió a la pequeña grey, que había tenido una fe tan firme y esperanzas tan elevadas” (ibíd., p. 189). Muchos habían reconocido que el Espíritu Santo había estado activo en el movimiento del “verdadero Clamor de Medianoche” pero, después de transcurrida la fecha, prevaleció una perplejidad general.47 Al recordar la experiencia del 22 de octubre, Hiram Edson escribió: “Nuestras esperanzas y expectativas más entrañables fueron destruidas y vino sobre nosotros un espíritu de llanto como nunca lo habíamos vivido antes. Parecía que la pérdida de todos los amigos terrenales no podría acercársele en comparación. Lloramos y lloramos hasta el amanecer”.48
Otro exmillerita relató: “El paso de la fecha [en 1844] fue una decepción amarga. Los creyentes verdaderos habían dejado todo por Cristo y habían compartido la presencia del Señor como nunca antes. El amor de Cristo llenaba cada alma y con deseo inexpresable oraban: ‘Ven, Señor Jesús, ven rápido’; pero, él no vino. Y ahora era una prueba terrible de fe y de paciencia volver otra vez a las preocupaciones, las perplejidades y los peligros de la vida, a plena vista de los incrédulos burladores y denigradores que se mofaban como nunca antes. Cuando el pastor Himes visitó Waterbury, Vermont, poco tiempo después de que hubiera transcurrido la fecha, y declaró que los hermanos debían prepararse para otro frío invierno, mis sentimientos casi fueron incontrolables. Salí del lugar de reunión y lloré como un niño”.49
Sin embargo, a pesar del “chasco amargo”, Elena de White recordó que “estaban sorprendidos de sentirse tan libres en el Señor, y que su fortaleza y su gracia los sostenían con mucha fuerza”. Ella dijo: “Estábamos chasqueados, pero no desanimados” (ibíd., pp. 189, 190). Todavía había que descubrir la razón de la ausencia del evento esperado.
Una nueva visión: El surgimiento de una iglesia (1844-1863)
Aunque Elena se sintió “sostenida” espiritualmente a lo largo del “chasco amargo”, su salud física “decayó rápidamente”. Un médico diagnosticó que tenía “tisis hidrópica” (tuberculosis), y pronosticó que, posiblemente, no viviría mucho tiempo y “podría morir repentinamente en cualquier momento”. Como apenas podía respirar cuando estaba acostada, ella pasaba las noches recostada en “una postura casi sentada y, frecuentemente, se debilitaba por la tos y por el sangrado” de sus pulmones. Elena fue a vivir en este estado a la casa de Elizabeth Harmon Haines en Portland, Maine, probablemente para darle algo de respiro a su madre, Eunice Harmon (LS80 192, 193).
La primera visión y el llamado al ministerio
En la casa de Elizabeth, a fines de diciembre de 1844, alrededor de un mes después de que Elena cumplió 17 años, ella y otras cuatro mujeres se postraron para las oraciones matutinas. Elena describió después: “Mientras yo oraba, el poder de Dios descendió sobre mí como nunca antes lo había sentido” (PE 43). Ella estaba familiarizada con las manifestaciones espirituales sobrenaturales.50 Pero esta era la primera de las que ella luego llamaría “visiones”.51 Ella relató: “Mientras yo oraba en el altar familiar, el Espíritu Santo descendió sobre mí y me pareció que me elevaba más y más, muy por encima del mundo tenebroso. Me volví para buscar al pueblo adventista en el mundo, pero no lo pude encontrar. Entonces, una voz me dijo: ‘Mira otra vez, y mira un poco más arriba’. En eso alcé los ojos, y vi un sendero recto y angosto, trazado muy por encima del mundo. Sobre ese sendero, el pueblo adventista viajaba hacia la ciudad, la cual estaba en el extremo más alejado del sendero. Tenían una luz brillante detrás de ellos al comienzo del sendero, la cual, según me dijo un ángel, era el ‘clamor de medianoche’.52 Esa luz brillaba a lo largo de todo el sendero [...]. Si mantenían sus ojos fijos en Jesús, quien iba exactamente delante de ellos guiándolos a la ciudad, estaban seguros. Pero algunos no tardaron en cansarse, diciendo que la ciudad todavía estaba muy lejos y que su expectativa había sido haber entrado antes a ella. Entonces, Jesús los alentaba levantando su glorioso brazo derecho, del cual dimanaba una luz que ondeaba sobre la hueste adventista, y ellos exclamaban: ‘¡Aleluya!’ Otros negaron temerariamente la luz que brillaba tras ellos y dijeron que no era Dios quien los había guiado hasta allí. Entonces se extinguió la luz que estaba detrás de ellos y dejó sus pies en las tinieblas absolutas, de modo que tropezaron y, perdiendo de vista el blanco y a Jesús, cayeron fuera del sendero hacia abajo, al mundo sombrío y perverso” (ibíd., pp. 44, 45; ver también SG 2:30, 31).
Después, ella vio la segunda venida de Cristo, la resurrección de los creyentes que habían muerto, la llegada de los salvos al cielo y la ciudad celestial. Cuando les relató su experiencia a los adventistas de Portland, ellos “[creyeron] plenamente