estaba inexpresablemente feliz y me parecía estar rodeada por ángeles radiantes en las gloriosas cortes celestiales [...] fue un cambio triste y amargo despertar a las realidades insatisfactorias de la vida mortal” (SG 2:31-35; LS80 193; PE 45-48). Esa visión, después llamada “la visión del Clamor de Medianoche”, fue de gran importancia para el grupo de creyentes. Como la mayoría de los milleritas, Elena ya había abandonado la creencia de que en el 22 de octubre de 1844 se cumpliera alguna profecía, aunque todavía esperaba la pronta segunda venida de Cristo (WLF 22; Ct 3, 1847).53 La visión la llevó a aceptar de nuevo la fecha y a readoptar por un tiempo el concepto millerita de la “puerta cerrada”, aunque la visión misma no decía que los pecadores ya no podían convertirse (ver *Puerta cerrada).54
Cerca de una semana después, probablemente en enero de 1845, Elena recibió una segunda visión que le mostraba que debía contarles a los demás lo que Dios le había revelado. Vio que ella “encontraría gran oposición y sufriría angustia de espíritu. El ángel dijo: ‘La gracia de Dios es suficiente para ti; él te sostendrá’ ” (SG 2:35). El llamado al ministerio público fue profundamente perturbador. Todo parecía obstáculos insalvables: su juventud, su debilidad física y su inexperiencia.55 Ella tenía miedo, especialmente, de violar el rol que se consideraba socialmente apropiado para la mujer.56 “La idea de que una mujer viajara de lugar en lugar me llevaba a querer echarme atrás. Contemplaba la tumba con deseo. La muerte me parecía preferible a las responsabilidades que debía llevar” (ibíd., p. 36). El amor de Elena por su padre la llevó a confiar en él en cuanto a la orden de contar la visión a otros. Aunque Robert Harmon (p) no podía acompañarla porque debía atender a su familia y sus negocios, él le “aseguró repetidamente [a ella] que si Dios [la] había llamado a trabajar en otros lugares, él no dejaría de abrir el camino”. Sin embargo, a pesar de “estas palabras de ánimo”, el camino de Elena parecía bloqueado por dificultades insuperables, al punto de que, en lugar de temer la muerte por tuberculosis, ella “deseaba la muerte como liberación de las responsabilidades” que enfrentaba (LS80 194, 195).57 Elena luchó durante días con este llamado, sintiendo que la paz y el favor de Dios la habían abandonado. La agonía continuó hasta que ella “[se sintió] dispuesta a hacer todo sacrificio con tal de que el favor de Dios le fuera restaurado”. Entonces, Elena le rogó al ángel en la visión que la preservara “de exaltación indebida” cuando ella relatara a otras personas lo que Dios le había mostrado, y se le aseguró que su oración estaba contestada (ibíd., pp. 195, 196; ver también SG 2:36, 37).
Sus primeros esfuerzos públicos
Confiando en esa promesa, Elena decidió ir a donde el Señor la enviara. Pronto, se abrió el camino para que fuera con su cuñado Samuel Foss a visitar a sus hermanas en Poland, Maine, a unos cincuenta kilómetros al noroeste de Portland. Elena luego se preguntaba cómo pudo hacerlo porque, como explicó después, “había tenido la garganta y los pulmones tan enfermos durante tres meses, que apenas podía hablar” con voz “baja y ronca”. En la reunión a la que asistió en Poland, ella comenzó “a hablar con susurros” pero, después de unos cinco minutos, “el dolor y la obstrucción” salieron de su garganta y de sus pulmones, su “voz se tornó clara y fuerte”, y “[habló] con perfecta facilidad y libertad durante casi dos horas”. Cuando terminó de dar su mensaje, su voz desapareció hasta que, nuevamente, se puso de pie frente a los demás y, entonces, se repitió la misma restauración singular (LS80 197; TI 1:66).58
Poco después de que Elena regresó a Portland, uno de los adventistas locales, William Jordan, debía ir a Orrington, Maine, “por negocios” y, como su hermana Sarah planificaba acompañarlo, invitaron a Elena Harmon a que también fuera. Elena confesó: “Me sentía un poco reticente pero, como había prometido al Señor avanzar por el camino que él abriera ante mí, no me atreví a rehusarme” (LS80 197). En Orrington, ella conoció a James White,59 un joven pastor de la Conexión Cristiana, que también había aceptado el mensaje millerita. James White había trabajado en Portland en el verano y el otoño de 1844, y había quedado impresionado con Elena, aunque ella no recordaba haberlo visto antes de la reunión en Orrington (SG 2:38).60 Él consideraba que Elena Harmon era “una cristiana muy devota” que, a los 16 años, ya era una “obrera en la causa de Cristo en público y de casa en casa”. También notó que ella era una “adventista resuelta”, es decir, que no minimizaba sus creencias milleritas. Pero, aunque no todos concordaban con las creencias adventistas de Elena, James afirmó que “su experiencia era tan rica y su testimonio era tan poderoso, que los pastores y los líderes de las diferentes iglesias la buscaban para que hiciera su obra de exhortación en sus diversas congregaciones” (LS80 126). James White escuchó por primera vez a Elena relatar sus visiones en Orrington (SG 2:38). Dado que ambos eran verdaderos creyentes milleritas, y que él la admiraba como cristiana excepcional, no le llevó mucho tiempo llegar a la conclusión de que las visiones de Elena provenían de Dios. James notó su fragilidad física y su mala salud en un mundo de prejuicios antimilleritas que, a veces, se volvían violentos; entonces, rápidamente se ofreció a organizar las reuniones, y a proveer su caballo y su trineo como medios de transporte. William Jordan tenía que regresar a Portland, pero Sarah podía quedarse y viajar con Elena por un tiempo.
James y Elena viajaron juntos por tres meses, acompañados por varias jóvenes, celebrando reuniones “casi cada día” hasta haber “visitado a la mayoría de los grupos adventistas en Maine y en el este de Nuevo Hampshire”.61 En muchas de estas reuniones, fueron recibidos cordialmente pero, una vez, apenas escaparon de una turba. En Exeter, Maine, encontraron fanáticos que se abstenían de trabajar y gateaban por el piso en “actos de postración” denominados como “humildad voluntaria” (Ct 2, 1874).62 Elena creía que Dios la había llamado específicamente para confrontar a estos fanáticos, a fin de quitar la “mancha” de su influencia y salvar a algunos que estaban sinceramente engañados (ibíd.). En Atkinson, Maine, su intento de ministrar en la congregación de Israel Damman llevó a que se realizaran acusaciones de conducta inapropiada entre ella y James White (ver *Israel Damman). En Portland, Eunice Harmon oyó rumores sobre estos incidentes y envió a Elena una carta, rogándole que “regresara a casa porque circulaban falsos informes”, evidentemente con respecto a su relación con James White.
“En cuanto al matrimonio”, escribió Elena, “nunca lo pensamos porque creíamos que el Señor vendría muy pronto” (Bio 1:84). James registró después que “la mayoría de nuestros hermanos quienes, junto con nosotros, creían que el movimiento del segundo advenimiento era la obra de Dios, se oponía al matrimonio” porque parecía una “negación” de su “fe” de que Cristo llegaría pronto.63 Sin embargo, varios factores cambiaron su actitud hacia el matrimonio. A pesar de tener el cuidado de nunca viajar sin un acompañante, comenzaron a circular rumores. James escribió más tarde: “Como esta manera de viajar nos hizo objeto de los reproches de los enemigos del Señor y de su verdad, el deber parecía muy claro: que quien tenía un mensaje tan importante para el mundo debía contar con un protector legal y que debíamos unir nuestras labores”. Una segunda razón fue que James vio con cada vez más claridad que, como pastor joven que era, pionero en aguas desconocidas, él necesitaba la guía divina que Dios le daba a ella. El 30 de agosto de 1846, James White y Elena Harmon se casaron en una ceremonia civil en Portland, Maine (LS80 126, 238).
Después, James escribió: “Entramos en esta obra sin un centavo, con pocos amigos y con mala salud, sin un papel y sin libros”. Las “congregaciones eran pequeñas” y no tenían “lugares de culto”, así que la mayoría de sus reuniones se hacían en casas. Solo “rara vez” asistían a sus reuniones otros que no fueran adventistas, “a menos que los atrajera la curiosidad de oír hablar a una mujer”. El patrón habitual de sus reuniones era que James White “daba una disertación doctrinal” y, después, Elena “presentaba una exhortación considerablemente larga, transitando con suavidad el camino hacia los sentimientos más tiernos de la congregación”. La parte de él era plantar la semilla, la parte de ella era “regarla”, y Dios daba “el crecimiento” (ibíd., p. 127).
Poco