Raphael Honigstein

Klopp


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se lo criogenizaron y se lo reimplantaron. Vivió casi dos años más, decidido a disfrutar cada día que le quedara. «Aquello cambió ese punto de vista tan tradicional que tenía sobre las relaciones entre hombres y mujeres, se mostró más comprensivo con mis actos de rebeldía y mi búsqueda de libertad», cuenta Isolde Reich. Poco antes de su muerte, en el año 2000, un debilitado Norbert llevó a su cuerpo al límite para jugar, una vez más, un partido de tenis con su club. Fue su legado. Su victoria. Para los Klopp fue un gran consuelo ver que Norbert cumplía su último deseo.

      Lo llevaron a casa, a Glatten, para que pudiera pasar allí sus dos últimas semanas de vida. Sus dos hijas se mantuvieron a su lado día y noche, turnándose para estrecharle la mano. Isolde cuenta que Jürgen lo pasó muy mal, porque sus compromisos con el Mainz no le permitían pasar tanto tiempo con su padre como le hubiera gustado. Una noche regresó a casa después de un partido y la pasó entera en la habitación de Norbert, regresando al amanecer al entrenamiento con el 05 sin apenas haber dormido.

      «Mi primer tesoro en esta vida ha sido poder hacer lo mismo que mi padre habría querido hacer», diría más tarde Jürgen Klopp. «Tengo la vida con la que él soñaba. Creo que [si hubiera hecho] cualquier otra cosa, habríamos tenido un montón de roces. No creo que mi padre hubiera aceptado que me hubiera hecho florista, por poner un ejemplo. Jamás habría dicho: ‘‘Perfecto, yo seré quien te compre el primer ramo’’. No, habría pensado que estaba majara».

      Tras la muerte de Norbert, Jürgen necesitaba respuestas; pero, al final, llegó a la conclusión de que «seguramente, ahí arriba, alguien tendría su plan». Su lado religioso mitiga la pena que siente porque su padre no viviera para ver los éxitos que ha cosechado como entrenador. «Estoy del todo seguro o, al menos, es lo que creo, de que él me está viendo cuando mira hacia aquí abajo.

      Puede que lo que los chavales suelen entender como devoción paternal no sea, precisamente, que te estén martilleando todo el rato para que hagas las cosas siempre mejor: en el campo, en la pista, bajando laderas. Pero, cuarenta años después, Jürgen Klopp sabe perfectamente que todos esos fines de semana intentando que su hijo lo hiciera cada vez mejor, en una escala de exigencia infinita, era la «manera de mostrar cariño» que tenía Norbert. Porque el amor de un padre no se mide en palabras, ni en besos, sino en tiempo.

       WOLFGANG FRANK: EL MAESTRO

      «Nuestro padre tenía una autodisciplina brutal, incluso se podría llegar a decir que obsesiva», dice Benjamin Frank, de treinta y seis años, sentado junto a su hermano mayor, Sebastian, de treinta y nueve, mientras almuerzan un plato de pasta acompañado de recuerdos agridulces, en un hotel de Mainz.

      Los Frank trabajan como agentes y ojeadores para el Liverpool FC de Klopp. También fueron consultores en el Leicester City, el sorprendente campeón de la Premier League en la temporada 2015-16. Se criaron en Glarus, una tranquilísima población de 12 000 habitantes en los valles de Suiza, en donde Wolfgang, su padre, era considerado un héroe. El que fuera delantero de la Bundesliga (215 partidos y 89 goles, jugando en VfB Stuttgart, Eintracht Braunschweig, Borussia Dortmund y 1. FC Núremberg) había llevado a la cenicienta local, el FC Glarus, por primera vez en su historia hasta la Nationalliga B, la segunda división suiza, mientras él mismo ejercía como entrenador-jugador.

      Los hermanos recuerdan que Frank sénior no veía diferencia alguna entre el papel de entrenador y el de padre. Ambos roles se reducían a lo mismo: el deber de educar. «Era todo un friki, en el sentido positivo del término», dice Sebastian; un hombre de una ambición inmensa para el que el fútbol no era solo cuestión de partidos y tácticas, sino que era un todo. Una escuela para la vida.

      Durante su última temporada como profesional, Wolfgang Frank se había licenciado como profesor, especializándose en educación física y religión. Estas materias le habían imbuido la creencia de que «no existen las coincidencias; todo —lesiones, derrotas— ocurre por un motivo», cuenta Benjamin Frank. Estaba empeñado en lograr que todo aquel que le prestara su atención asumiera este pilar central de la fe.

      Los jóvenes hermanos tenían que completar continuas sesiones de carrera de fondo alrededor de la ciudad, rodeados de hielo y nieve. Unos pocos años después, en Grecia, en una de las pocas vacaciones familiares que la cargadísima agenda de Wolfgang les permitió, los adolescentes se tenían que levantar a las 5:00 de la mañana, cada día, para correr por la playa, antes de desayunar y tomar unas vitaminas en forma de pastillas. A esto le seguía una segunda sesión de entrenamiento antes del almuerzo: pesas, esta vez.

      A veces, el fax de la casa de Glarus comenzaba a emitir sonidos a avanzadas horas de la noche, o demasiado temprano por la mañana. A cientos de kilómetros de distancia, desde alguno de los quince clubes que entrenó a lo largo de su carrera, Frank les enviaba frases motivacionales y consejos; o complicados programas de entrenamiento, junto a sus mejores deseos y saludos. «Cada vez que teníamos algún problema en el deporte o en el colegio nos llegaba un largo fax, para animarnos y demostrarnos que había estado dándole vueltas al asunto, desde la distancia, a su manera», cuenta Benjamin.

      Como jugador, Wolfgang quedó fascinado con el estilo de juego del AC Milan de Arrigo Sacchi, el equipo que dominó el fútbol europeo a finales de los 80 y comienzos de los noventa gracias a su revolucionaria táctica colectiva: una sincronía en los movimientos que asfixiaba al rival, dejándolo sin espacio y sin tiempo. Se tiraba hasta altas horas de la noche estudiando en vídeo las maniobras unificadas de los jugadores, y reflexionando sobre la importancia del descanso, la nutrición y el entrenamiento mental en un momento en el que este tipo de cosas se consideraban casi como esotéricas en Alemania. Por el contrario, la ausencia de financiación y la reducida disponibilidad de jugadores que había en Suiza facilitaban un enfoque mucho más abierto. La defensa en zona, un sistema que levantaba el foco defensivo de los delanteros rivales, para centrarlo en defender el espacio cercano al área y en atacar el balón, ya había sido adoptada en 1986, en la versión del seleccionador nacional suizo Daniel Jeandupeux. Sus internacionales llevaron el mensaje de este sistema a sus clubes, donde algunos siguieron trabajando en él por voluntad propia, como recuerda el antiguo defensor Andy Egli. Egli creía que Jeandupeux vio por primera vez ese estilo de juego cuando jugaba y entrenaba en Francia.

      Frank comprendió que la innovación táctica era la mejor arma que podía enarbolar un equipo pequeño contra otros equipos más grandes y mejores; que un buen planteamiento podía significar todo un paso de gigante para mejorar las propias actuaciones.

      Su milagroso éxito en el FC Glarus lo llevó al FC Aarau, un equipo de provincia en la primera división que ya había gozado de triunfos inesperados bajo la batuta del entrenador alemán Ottmar Hitzfeld. Hitzfeld, quien llegaría a alzar la Champions League con el Borussia Dortmund y el Bayern de Múnich, había logrado unas actuaciones tan espectaculares con este club tan poco glamuroso que el equipo acabó recibiendo el apelativo de «FC Wunder» (FC Milagro) por parte de la prensa, en 1985. Quedaron segundos en la liga y alzaron la Copa de Suiza.

      Frank también llevaría a su Aarau hasta la final de la Copa de Suiza durante su primera media temporada como entrenador (1989-90); pero el milagro no llegó a concretarse. Los argovianos cayeron derrotados por 2-1 contra el Grasshopper Club Zúrich de Hitzfeld, en Berna; Frank dejó el puesto un año después. Posteriormente, no lograría dejar huella en el FC Wettingen (1991-92), eternos condenados a la lucha por eludir el descenso, ni en el FC Winterthur (1992-93), en la segunda división. (Curiosamente, el jugador más importante del Winterthur era un veterano delantero alemán llamado Joachim Löw). En una ocasión, el actual seleccionador alemán, de treinta y pocos años por entonces, se puso en pie en el vestuario para defender al equipo frente a las críticas de Frank. Löw también hizo sus pinitos en el mundo de la moda: llevaba el maletero del coche lleno de corbatas estampadas que vendía a sus compañeros del Winterthur.

      Por fin, Frank tuvo la oportunidad —más o menos— de reivindicarse en su país natal, en el verano de 1994. El Rot-Weiss Essen, un popular equipo de la segunda división alemana con sede en el Ruhr, el corazón industrial y futbolístico del país, necesitaba un nuevo entrenador después de que el VfB Stuttgart les robase a Jürgen