la disgregación de los demás fundamentos del pensamiento occidental, que de esta manera debe buscar nuevas ideas y nuevos acercamientos a la complejidad de un mundo que no se deja comprender, sobre la base de las antiguas referencias a lo eterno y lo universal.
De repente estamos frente a un falso problema, ya que al solo pensarlo se podría suponer el regreso a algún gran relato o concepto metafísico. En efecto, el peligro que se presenta hoy es, paradójicamente, el de caer nuevamente en los dogmas y en el fanatismo, tanto a escala individual como en el ámbito de los grupos sociales, étnicos y religiosos. Porque, a fin de cuentas, los hombres necesitamos algún tipo de orientación espiritual, sin el cual la confrontación con otras culturas y realidades desemboca en una reacción de defensa que lamentablemente suele ser irracional. Aprender a vivir con los demás y respetar ideas diferentes, no en abstracto, más aún cuando estas ideas las encontramos a nuestro costado, obliga a un permanente esfuerzo de comprensión, adaptación y transformación. Este es el sentido del proceso hermenéutico, en el que por hermenéutica se entiende, en palabras de Gadamer, “el fenómeno de la comprensión y de la correcta interpretación de lo comprendido”. Es decir, la calidad de las relaciones sociales y la creación de valores necesitan, en la época del nihilismo, un proceso continuo de adecuación, que debe ser permanentemente estructurado y fundamentado.
Y esto vale también para las cuestiones artísticas, que presentan una profunda analogía con los problemas políticos que aborda Terry Eagleton en Las ilusiones del posmodernismo.3 Aun si la posmodernidad pretendiera caracterizarse por la pluralidad y multiplicidad de sus manifestaciones, en el fondo se regresa a viejos prejuicios y estereotipos aparentemente abandonados en nombre de la relatividad ideológica, religiosa y científica, o se buscan nuevos fetiches como la tecnología. Según Eagleton, simplemente se evita la dificultad de confrontarse con la necesidad de ideales consistentes; si se entra en el campo del arte tecnológico y digital, se percibe, en efecto, que este se sustenta casi siempre en la innovación tecnológica o en un enlace superficial con procedimientos científicos y no discute su dimensión estética, la que se ubica en el ámbito del arbitrio individual.4 Sin embargo, esta omisión termina afectando la fuerza innovadora de los procesos artísticos digitales y se genera una contradicción entre las posibilidades de los medios y la debilidad de una estética cuyos fundamentos están abiertamente en crisis.
Lo que sucede es que semejante libertad es en realidad solo aparente, ya que el relato estético se vuelve a presentar a nivel individual como una instancia dogmática, en abierta contradicción con el postulado pluralista. La práctica artística vive entonces un conflicto interno entre la aceptación del “todo vale” y la exigencia individual, que necesita de un paradigma artístico fuerte. En efecto, la ausencia de un pensamiento estético definido deja un vacío que termina llenándose con los estereotipos (fundamentalmente románticos y modernistas) de la cultura masiva, o con la herencia cultural del sentido común o de la educación recibida.
Los aspectos histórico y filosófico de la muerte del arte
El problema del fin del arte es un tema que se presenta cíclicamente en la historia, considerando que cada nuevo estilo nace de la crisis del estilo precedente: el manierismo y el barroco son la evolución del arte de Rafael, Tiziano y Miguel Ángel; el romanticismo nace del agotamiento del neoclasicismo, etcétera. Pero estos grandes cambios históricos se han percibido siempre dentro de una cierta continuidad del concepto de arte y de sus funciones sociales y se interpretan como un desarrollo histórico o una especie de evolución, hecho reconocido por las diferentes (e incluso contradictorias) perspectivas de la historia del arte. Sea que se mire el arte desde sus relaciones con la sociedad y la economía, o desde el punto de vista del estilo o de la teoría de la percepción, el sentido de continuidad no permite hasta ahora hablar de la muerte del arte de manera radical.
El tema de la muerte del arte, en cuanto cuestionamiento de su misma razón de ser, es un proceso que comienza durante la Revolución Industrial y por razones económico-sociales (la globalización), filosóficas y tecnológicas (los medios de producción y reproducibilidad técnica, la fotografía y la imprenta). Por primera vez en la historia una máquina parece capaz de hacer la competencia al artista, y toda una teoría del arte, fundamentada en la imitación de la naturaleza, en la habilidad técnica, comienza poco a poco a derrumbarse. Los medios masivos adquieren un preciso estatus de lenguaje artístico autónomo, una gran fuerza comunicativa a escala mundial y un gran peso social. Así pues, el arte se fragmenta en sus partes: en cuanto medio de comunicación y de espectáculo marcha en dirección de la producción fotográfica, cinematográfica y televisiva; en cuanto reflexión estética se convierte en el arte moderno, cuyo proceso comienza con las vanguardias históricas. Sucede en el arte la misma división y especialización disciplinaria que caracteriza todo el saber contemporáneo. Pero esta división ha demostrado ser un proceso fatal; el arte es un fenómeno complejo, que no se puede desarrollar separando sus dimensiones, y sus variables son imposibles de entender aisladas unas de las otras.5 Hacer esto en la práctica, como hacen y han hecho los artistas contemporáneos después de Duchamp,6 significa emprender el camino de la asfixia.
Por eso el arte, a partir de las vanguardias históricas, percibe el cambio en la forma radical de la muerte. No obstante ello, el arte adquiere aparentemente un estatus social e intelectual de extrema relevancia; el artista se ha convertido en una figura mítica, que se ha ido cargando de ambiciones y responsabilidades que, vista la real naturaleza del contexto, son ficticias. En la realidad, cuestionado en el plano concreto sociocultural, el artista se ha reducido a una figura marginal y los últimos y extremos fenómenos artísticos se pueden interpretar como su grito de agonía.
Sin embargo, permanece en la sociedad contemporánea la necesidad de comunicar y expresar sentimientos, emociones, de divertirse y gozar de la belleza; el consumo de arte, en consecuencia, nunca ha sido tan fuerte. Por eso las teorías de la muerte del arte se remiten a los éxitos de este rubro delimitado del arte contemporáneo, a esta grieta especial de una fractura que hemos visto empezar con la fotografía.
La muerte del arte en la estética
Antes de adentrarse en las dificultades teóricas de la muerte del arte, conviene trazar un breve lineamiento de su historia filosófica, lo cual haremos sintetizando algunos aspectos de los trabajos de Danto, Gadamer y Vattimo, que abordaremos más adelante. Estos autores muestran que los fundamentos filosóficos de la muerte del arte giran alrededor de tres puntos focales principales: la crítica platónica, la estética del genio de Kant y algunos aspectos de la estética de Hegel. Y como bien señala Pietro Montani en su reciente reseña de la estética contemporánea,7 la crítica radical de Adorno y Benjamin queda en el fondo y constituye un referente (sobre todo ético) de los problemas que examinaremos.
La visión del arte de Platón es considerada el origen del problema del arte: la dicotomía entre el mundo sensible y el mundo de las ideas pone el arte en la débil condición de copia de una copia, doblemente lejos de la verdad de las ideas en cuanto imitación de lo sensible. Con Platón se inicia entonces el problema de la verdad del arte y su debilidad ética y epistemológica. En lo que concierne a la estética kantiana, el arte se propone no tanto representar lo sensible, sino abrir espacios hacia lo invisible e irrepresentable; la finalidad del arte es el placer del intelecto que se abre al infinito. Esta es la función del genio, en cuanto este es capaz de crear la multiplicidad de significados que permite la expansión del pensamiento. Veremos que la estética del genio, desarrollada por los filósofos poskantianos, terminará aislando el arte en una dimensión autorreferencial —el arte por el arte— que es la causa de su actual alejamiento ético, político y social. En el caso de Hegel, encontramos por primera vez, y de modo explícito, el problema del fin del arte, que el filósofo alemán considera como una cosa del pasado: la razón es que el arte, en cuanto amigo de lo sensible, ha cumplido su oficio porque los intereses y los valores fundamentales del hombre se remiten íntegramente a lo racional y al pensamiento filosófico, que ahora (con la victoria del espíritu absoluto) está en condiciones de explicarlo todo. La cuarta piedra miliar en la construcción de la muerte del arte es la estética de Adorno.