Franz Julius Delitzsch

Comentario al texto hebreo del Antiguo Testamento - Isaías


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él distingue de esa forma esta revelación divina de sus propias concepciones y pensamiento a través de un sentido interior, designado con el nombre del más noble de todos los cinco sentidos.

      De esa raíz hzh, ver, provienen tanto el nombre abstracto de tipo general (!Azx], visión) y el más concreto !AyZ"xi (hizzayon), visión (visum), que tiene un sentido más fuerte o intenso. Ciertamente, el nombre hazon (!Azx') se utiliza para indicar una visión particular (compárese Is 29, 7 con Job 20, 8; 33, 15), en la medida en que se centra en el hecho de ver y en aquello que se ve (visio). Pero aquí, en el título del libro de Isaías, el significado abstracto de visión (!Azx') se amplia para tomar un sentido colectivo, aplicándose a la suma y substancia de todas las visiones que él ha tenido. Por eso resulta una gran equivocación el pensar que la palabra hazon (!Azx') de Is 1, 1 se aplicaba sólo a la primera profecía, y que sólo más tarde vino a tomarse como título general de todo el libro, pues esa palabra evoca desde el principio el contenido de todo el libro. Además, el Cronista conoció el libro de Isaías con este título (2 Cron 32, 32), y los títulos de los libros de otros profetas, como Oseas, Amós, Miqueas y Sofonías son muy semejantes.

      Schegg y Meier han ofrecido un argumento más plausible a favor del doble origen de Is 1, 1, indicando que “Judá y Jerusalén” son bastante apropiados para definir el objeto de la primera profecía, pero que esa extensión es demasiado limitada para aplicarse a todas las profecías que siguen, pues ellas no se refieren sólo a Judá, incluyendo Jerusalén, sino que se dirigen también en contra de las naciones extranjeras. Por otra parte, en el cap. 7 también el rey de Israel, incluyendo Samaria, viene a ponerse en el horizonte de la visión del profeta (de manera que su visión no trata sólo de Judá y Jerusalén). En esa línea, el título de “visión” de Is 1, 1 no se aplicaría a todo el libro, sino a su primera parte.

      Ciertamente, en el título del libro de Miqueas ambos reinos (Judá y Samaria) aparecen nombrados de un modo separado (en contra de Is 1, 1, donde sólo se cita Judá y Jerusalén). Pero en Miqueas esa separación resulta necesaria, pues su profecía comienza casi de un modo abrupto con la próxima destrucción de Samaria. Por tanto, en su libro, esa designación responde al contenido del libro, cosa que no sucede en Isaías. Por otra parte, conforme a la máxima bien conocida de “a potiori et a proximo fit denominatio” (el tema se denomina a partir de lo más importante y cercano) en Is 1, 1 basta con decir Judá y Jerusalén, pues ellas son real y esencialmente el objeto de la visión del profeta.

      Isaías nos sitúa ante una serie de círculos que se condensan en Jerusalén. Está en primer lugar el círculo más amplio de los poderes imperiales (Asiria, Babilonia), y dentro de ese círculo el más pequeños de las naciones del entorno, y dentro de eso el todavía más limitado de Israel, incluyendo Samaria; y dentro de Israel se encuentra el todavía más pequeño círculo de Judá. Pues bien, todos esos círculos juntos forman unas circunferencias en torno a Jerusalén, pues conforme a su sentido más profundo y a su meta última, la historia de la Iglesia de Dios tenía su centro peculiar en la ciudad del templo de Yahvé y del reino prometido, que es Jerusalén.

      Por eso, la expresión de Is 1, 1 (acerca de Judá y Jerusalén) se aplica perfectamente a todo el libro, pues todo lo que el profeta va viendo en su itinerario profético lo ve desde Judá-Jerusalén como su centro, y todo sucede en interés de Judá y Jerusalén. Este título puede entenderse sin duda como el encabezamiento que el propio profeta puso a su libro. Así lo admite no sólo Caspari (Miqueas, pág. 90-93), sino también Hitzig y Knobel. Pero si Is 1, 1 contiene el título de todo el libro, ¿cuál es el encabezamiento o título de la primera profecía?

      ¿Debemos tomar rv<åa], la cual, como nominativo y no como acusativo (qui, el cual, en vez de quam, es decir, a cuya visionem o visión), como hace Luzzatto? Esta sería una manera muy fácil de escapar de la dificultad, interpretando Is 1, 1 como encabezamiento a las primeras palabras proféticas de cap. 1. Pero esa solución resulta equivocada, pues, según Gesenius (§138, nota 1), hz"ëx' rv<åa] ‘!Azx] es en hebreo la forma normal de conectar el verbo con su propio sustantivo. La verdadera respuesta es muy sencilla: la primera palabra profética (!Azx]) queda intencionalmente sin encabezamiento, precisamente porque constituye el prólogo de todo lo que sigue. Por su parte, la segunda palabra profética tiene su encabezamiento en Is 2, 1, aunque realmente no lo necesita; ese encabezamiento se introduce con el fin de resaltar de un modo más preciso el sentido del primer encabezamiento como prólogo de todo el libro

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      8. En esta traducción, lo mismo que en el primer volumen de esta obra (Pentateuco e Históricos, Viladecavalls 2008), utilizamos la forma Yahvé.

      9. A Ezequías se la llama aquí hY"ßqiz>xiy, y esta forma es la misma que utilizamos nosotros, con una elisión del último sonido. El Cronista prefería evidentemente la forma entera de la palabra, tanto en el comienzo como en la terminación. T. Roorda (Annotatio ad Vaticiniorum Iesaiae Cap. I-IX, Amsterdam 1840) piensa que el Cronista deriva esta forma mal configurada de un error del copista entre WhYzxw y hWYhzxw, pero ese notable gramático ha pasado por alto el hecho de la misma forma se encuentra en Jer 15, 4 y en 2 Rey 20, 10, donde no ha podido darse ningún error de ese tipo. Por otra parte, no se trata de una forma mal configurada, como puede verse en el caso se que, en vez de derivarla del piel, como hace Roorda, la derivemos de la forma kal del verbo, con el sentido de “fuerte es Yahvé”, un nombre en imperfecto, con una yod unitiva, cosa que encontramos con frecuencia en nombre propios que derivan de raíces verbales, como Jesimiël (laeÞmiyfiyI) que deriva de myf; cf. J. Olshausen, Lehrbuch der hebräischen Sprache, Braunschweig, § 277, p. 621.

      Is 1, 2

      yTil.D:äGI ‘~ynIB' rBE+DI hw"ßhy> yKiî #r<a, ê ynIyzIåa]h;w> ‘~yIm;’v' W[Üm.vi

      `ybi( W[v.P'î ~heÞw> yTim.m;êArw>

       Oíd, cielos, y escucha tú, tierra, porque habla Yahvé: Crié hijos y los engrandecí, y ellos se rebelaron contra mí.

      La difícil cuestión sobre el punto de partida histórico y cronológico de esta obertura a todas las palabras siguientes sólo se puede aclarar plenamente cuando quede concluida la exposición. Pero hay una cosa que debemos tener en cuenta ya desde el primer examen del tema: Que el profeta se estaba situando en la línea de frontera rica de contenido entre las dos grandes miradas de la historia de Israel. El pueblo no había sido llevado a la reflexión y al arrepentimiento, ni a través de las riquezas de la divina bondad, que ellos habían gozado en tiempos de Ozías-Jotán (que fueron una especie de copia de los tiempos de David-Salomón), ni por los castigos de la ira divina que les había infligido herida tras herida. Así comenzaría ya una etapa nueva.

      Los métodos divinos de educación se habían agotado, y todo lo que ahora podía hacer Yahvé es dejar que la nación, en su forma actual, viniera a destruirse bajo el fuego del pecado del pueblo (y de la justicia divina), para crear de esa manera una nueva nación partiendo del áureo resto que superaría ese terrible test. En ese tiempo, tan lleno de tormentas, los profetas fueron más activos que en cualquier tiempo anterior. Amós había aparecido en torno al año diez del reinado de Ozías, el año veinticinco de Jeroboam II; pero el más prominente de todos fue Isaías, el profeta por excelencia, situado como estaba entre Moisés y Cristo (llamado en torno al 740 a.C.).

      Consciente de su alta posición en referencia a la historia de la salvación, Isaías comenzó su discurso introductorio en estilo deuteronómico. Ciertamente, los críticos modernos tienen la opinión de que el Deuteronomio no fue compuesto hasta el tiempo de Josías o, en cualquier caso, no antes de Manasés, e incluso, algunos como A. Kahnis lo afirman como si fuera un hecho establecido (cf. Lutherische Dogmatik I, Leipzig 1861, 277). Pero, si esto fuera cierto ¿cómo se explica el hecho de que no sólo Miqueas (cf. Miq 6, 8) remita a un dicho del Deuteronomio (cf. 10, 12), sino que toda profecía postmosáica,