Franz Julius Delitzsch

Comentario al texto hebreo del Antiguo Testamento - Isaías


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Deuteronomio constituye de un modo muy particular el libro de la Ley propia de Moisés, como si fuera su última voluntad; fue también el más antiguo libro nacional de Israel, siendo por tanto la base de un intercambio entre profetas y nación. Pues bien, hay una porción de esta peculiar torah de Moisés que se sitúa, más que cualquier otra parte del Deuteronomio, no sólo en una verdadera relación de precedencia respecto de la profecía de las edades posteriores, sino en una relación también normativa para los profetas. Nos referimos al Canto último de Moisés (cuando estaba cerca de la muerte), un canto que ha sido recientemente expuesto por Adolf Camphausen (Das Lied Moses 1862), y que se titula canto del “escuchad cielos” (~yIm:ßV'h; WnyzIïa]h;), por las primeras palabra de Dt 32, 1. Este canto ofrece un esquema o boceto compendioso, y también una llave de comprensión, de toda los profecía, y se relaciona con ella como el Decálogo se relaciona con todas las restantes leyes del Antiguo Testamento y el Padrenuestro con todas las otras oraciones del Nuevo Testamento. Moisés, el legislador, resumió todos los contenidos proféticos de sus últimas palabras (Dt 27-28, 29-30) y las entrelazó en forma de canto, para que pudieran ser perpetuadas en la memoria y en la boca del pueblo.

      Este canto pone ante la nación toda su historia, hasta el final del tiempo. Esta historia se divide en cuanto grandes períodos: (1) La creación y surgimiento de Israel. (2) La ingratitud y apostasía de Israel. (3) El consiguiente sometimiento de Israel bajo el poder de los paganos. (4) Y finalmente la restauración del pueblo Dios, que cribado pero no destruido, recibiendo la aportación unitaria de todas la naciones, que se vinculan en la alabanza de Yahvé, que se revela a sí mismo como juez y como misericordioso.

      Estos cuatro rasgos no sólo se verifican en cada parte de la historia de Israel, sino que son el sello de la historia en su conjunto, hasta el final más remoto en el tiempo del Nuevo Testamento. Este canto ha presentado, según eso, a Israel como un espejo de su condición actual y de su destino futuro, de manera que la tarea de los profetas ha consistido en colocar este espejo ante el pueblo en cada una de sus etapas. Esto es lo que hace Isaías, que comienza su mensaje profético de la misma forma en que Moisés comenzó su canto. Las palabras iniciales de Moisés fueron: “Escuchad, cielos, y hablaré; oiga la tierra los dichos de mi boca” (Dt 32, 1). Pues bien, el mismo Moisés nos dirá más tarde en Dt 31, 28-29 la forma en que él invoca los cielos y la tierra.

      En este gran canto, Moisés anticipa en espíritu la apostasía futura de Israel, y convoca a los cielos y la tierra, que seguirán dando testimonio, después que él haya muerto, actuando así como garantes de lo que él tiene que decir a su pueblo, situándole ante su perspectiva de futuro. Isaías comienza de la misma forma, limitándose a cambiar el orden de los dos verbos paralelos “escuchar” y “oír”. Él dice así: “Oíd, cielos, y escucha tú, tierra, porque habla Yahvé” (Is 1, 2). La razón para esta llamada se expresa en términos muy generales: Los israelitas tienen que escuchar porque Yahvé está hablando. Lo que Yahvé dice en Isaías coincide esencialmente con las palabras de Yahvé que aparecen en Dt 32, 30, con la expresión “y él dijo”. Lo que, según el Deuteronomio, dirá Yahvé con ira cuando llegue el momento final, lo dice ahora el mismo Dios a través del profeta, cuya existencia presente corresponde al futuro que viene, conforme al canto de Moisés.

      Para los cielos y la tierra que existen siempre y son siempre los mismos, habiendo acompañado la historia de Israel constantemente, en todos los lugares y en todos los tiempos, ha llegado ahora el momento de cumplir su deber como testigos, conforme a la palabra de Moisés, el Legislador. Y ésta es precisamente la finalidad especial, verdadera y definitiva para la que ellos fueron llamados por el profeta, como habían siendo previamente convocados por Moisés para “escuchar” la Palabra de Dios y dar testimonio de ella. Ellos estaban presentes y han tomado parte cuando Yahvé dio a su pueblo la torah, pues según el Deuteronomio (Dt 4, 36), los cielos fueron el lugar desde el que provino la voz de Dios; y la tierra era la escenario y lugar en el que debía irrumpir su gran fuego.

      Cielos y tierra fueron solemnemente invocados cuando Yahvé dio a su pueblo la posibilidad de escoger entre bendición y maldición, entre vida y muerte (cf, Dt 30, 19; cf. 4, 26).También ahora ellos son llamados a escuchar y vincularse ofreciendo a todos el testimonio de lo que Yahvé, su creador, el Dios de Israel, tenía que decir, y de las quejas que él debía dirigirla los hombres de su pueblo: “Crié hijos y los engrandecí, pero ellos se rebelaron contra mí” (Is 1, 2). El texto alude a Israel, pero no lo nombra expresamente. Por el contrario, los hechos históricos son generalizados, apareciendo casi como un parábola, a fin de que se vuelvan más claras las horribles condiciones de aquellas cosas que el profeta está gritando al cielo. Israel era el hijo de Yahvé (Ex 4, 22-23). Todos los miembros de la nación eran sus hijos (Dt 14, 1; 32, 20). Yahvé era el padre de Israel, al que había concebido (Dt 32, 6. 18).

      La existencia de Israel como nación estaba ciertamente asegurada en un plano, como la de todas las otras naciones, por reproducción natural y no por regeneración espiritual. Pero la base fundante del origen de Israel era la palabra de promesa sobrenatural y poderosa que Dios había concedido a Abrahán en Gen 17, 15-16. En esa línea, el desarrollo de Israel, que provenía de ese punto de partida (de Abrahán), se fue concretando y desplegando a través de una serie de manifestaciones del poder milagroso de la gracia divina, que fueron conduciendo a Israel hasta el puesto que había alcanzado en el tiempo del Éxodo de Egipto. En ese sentido, Israel había sido concebido por Yahvé.

      Pues bien, esta relación entre Yahvé e Israel, que aparece ya como su hijo tenía ahora por tanto, en el tiempo en que Yahvé estaba hablando a través de la boca de Isaías, un largo pasado de gracia, que se expresaba en el período de la niñez de Israel en Egipto, en el de su juventud en el desierto, y en periodo de su creciente madurez, desde Josué hasta Samuel, de manera que Yahvé afirmar, aquí en Is 1, 2: “Crié hijos y los engrandecí”.

      La forma piel del verbo (yTil.D:äGI), aquí utiliza significa “engrandecer” (hacer grande), y cuando se aplica a los niños, tanto aquí como en otros pasajes (cf. 2 Rey 10, 6), tiene el sentido de “sacarles adelante”, hacerles grande, en la línea del crecimiento natural y la maduración de vida. La forma pilel del otro verbo (yTim.m;êArw>), que corresponde al piel en los así llamados “verbis cavis” (un tipo de verbos defectivos), que se utilizan también en Is 23, 4 y Ez 31, 4 como paralelo de ld;G", significa elevar y se utiliza en sentido de “dignificar”, con referencia a la posición de eminencia a la cual un padre amante va llevando paso a paso a su hijo.

      Estos dos verbos presentan el estado en Israel en los tiempos de David y Salomón, como estadio de humanidad madura y de digna exaltación, a la que Israel había retornado de algún modo en los años de Ozías y Jotán. Pues bien, la respuesta de Israel por todo lo que había recibido de Dios había sido muy insuficiente: ”ellos se rebelaron contra mí”. En este contexto, podríamos haber esperado una partícula adversativa fuerte, un “pero”, pero en vez de ella tenemos meramente un waw copulativo, que se utiliza aquí enérgicamente, como en Is 6, 7 (cf. Os 7, 13). Se unen así dos cosas que nunca debían ir vinculadas: la relación filial de Israel con Yahvé y la rebelión rastrera de Israel contra Yahvé, dos cosas que nunca debían haberse dado de esta forma contradictoria. El sentido radical del verbo es el de una ruptura, una separación, y el objeto contra el que se dirige esta ruptura está construido con beth personal (ybi(, contra mí).

      La idea es la de una ruptura violenta y voluntaria con una persona, y aquí aparece como una separación radical de Dios, como una renuncia a él, que precede a todos los restantes actos externos de pecado, y que no es sólo idolatría en su manifestación externa, sino idolatría de raíz, rechazo contra Dios, en todas sus formas. Desde el tiempo en que Salomón se entregó a la adoración de los ídolos, al final de su reinado, hasta los días de Isaías, la idolatría, incluso en el culto público, no había cesado nunca de existir de un modo total o duradero.

      En dos momentos distintos de “reforma” se había hecho el intento de suprimirla, es decir, en una comenzada por el rey Asa y terminado por el rey Josafat, y en otra, dirigida por el rey Joas, durante el tiempo de vida del sumo sacerdote Yoyada, su tutor y liberador. Pero la primera reforma no fue capaz de suprimir la idolatría del todo. Y cuando Joas fue removido, tan