se contentarán con llevar su nombre (Wnyleê[' ‘^m.vi arEÛQ'yI qr:: permítenos solo que tu nombre sea proclamado sobre nosotras), pues el nombre, puesto sobre la cosa nombrada, le daba así su distinción e importancia. Ellas solo piden que el hombre les quite su deshonra o reproche: la vergüenza de no estar casadas (como en Is 54, 4) o de no tener hijos (como en Gen 30, 23), y que así él permita que ellas sean sus mujeres. El número (siete mujeres para un hombre) nos hace recordar que hay un número siete negativo, pero también un siete positivo (cf. Mt 12, 45).
En Is 4, 1 culmina la amenaza elevada contra las mujeres de Jerusalén. Éste es el reverso de la amenaza que ha sido elevada contra los gobernantes nacionales. Pues bien, estas dos secciones de juicio eran solo parte de un juicio general sobre la caída de Jerusalén y de Judá, como Estado o comunidad nacional. Más aún esto no era más que una porción pequeña, es decir, la parte central de un cuadro mucho más extenso del juicio, que iba a desatarse contra todo lo elevado y exaltado de la tierra.
Jerusalén aparece pues aquí como centro y meta del día del gran juicio. En Jerusalén se había concentrado, madura para el juicio, la gloria impía; y sería en Jerusalén también donde debería concentrarse la luz de la Gloria final y verdadera. Pues bien, el profeta vuelve ahora sin ninguna introducción posterior a esta promesa, de manera que el discurso retorna a su punto de partida.
De hecho, el tema no necesitaba introducción, porque el mismo juicio aparece como medio de salvación. Cuando Jerusalén fuera juzgada, ella sería elevada; y siendo elevada ella sería rescatada, perdonada, glorificada. El profeta avanza en esa línea, para hablar de lo que sucedería el final, y así describe el gran día de Dios, al fin del tiempo (no un día de 24 horas, pues tampoco al principio del Génesis podía hablarse de siete días físicos), conforme a su estilo general, que empezaba con un juicio, pero culminaba en forma de salvación.
Is 4, 2
‘#r<a'’h' yrIÜp.W dAb+k'l.W ybiÞc.li hw"ëhy> xm;c, ä‘hy<h.yI) aWhªh; ~AYæB;
`lae(r"f.yI tj;Þylep.li tr<a, êp.til.W !Aaåg"l.
En aquel tiempo el renuevo de Yahvé será para hermosura y gloria, y el fruto de la tierra, para grandeza y honra de los sobrevivientes de Israel.
Los cuatro epítetos de gloria, que están aquí agrupados en pares, nos llevan a esperar que ahora, cuando la masa del pueblo pecador ha sido arrojada fuera, con los signos de su orgullo vano, podremos encontrar una descripción de aquello que vendrá a ser un objeto de bien fundado orgullo o gloria para los “liberados de Israel”, es decir, para el resto, es decir, para aquellos que han sobrevivido al juicio y han sido salvados de la destrucción.
Pero, esta interpretación nos impide pensar que la promesa pueda referirse a la iglesia del futuro en cuanto tal, pues lo que aquí se promete aparece descrito como “renuevo de Yahvé” y como “fruto de la tierra”, en sentido mesiánico, como Luzzato y Malbim han visto con claridad. Por otra parte, fundándonos en ese tipo de antítesis entre lo que ha sido prometido y lo que ha sido abolido, es imposible que “el renuevo de Yahvé” y “el fruto de la tierra” signifiquen simplemente las bendiciones de la cosecha concedida por Yahvé o el rico producto de la tierra.
Ciertamente, la expresión “renuevo de Yahvé” (hw"ëhy> xm;c,) puede sin duda utilizarse para significar la cosecha, como en Gen 2, 9 y en Sal 104, 14 (cf. Is 61, 11). Por otra parte, la abundancia de los frutos de la tierra constituye un elemento de las promesas escatológicas (por ejemplo, en Is 30, 23, véanse las conclusiones de Joel y de Amós); por otro lado, se había predicho también que los fértiles campos de Israel vendrían a convertirse en gloria a la luz de las naciones (Ez 34, 29; Mal 3, 12; cf. Joel 2, 17). Pues bien, a pesar de todo eso, estos bienes materiales, terrenos, de los que además no había carencia en los tiempos de Ozías y Jotán, resultaban totalmente inadecuados para servir de contraste que pudiera sobrepasar y superar totalmente la gloria mundana que había existido previamente.
En esa línea, incluso aceptando lo que Hofmann aduce a favor de esta visión, es decir, que las bendiciones naturales que Dios concede en la naturaleza (en los campos) constituyen una antítesis adecuada frente a las obras de arte artificiales de las que los hombres han estado orgullosos hasta ahora, sigue siendo verdadera la advertencia de Rosenmüller cuando afirma que “la magnificencia de todo este pasaje no se puede interpretar de esa manera”. Aquí se promete algo más que una buena cosecha. Baste referirse a Is 28, 5 donde el mismo Yahvé aparece descrito de un modo excelente, como gloria y ornamento del reino de Israel. En esa línea, dado que “el renuevo de Yahvé” no es el resto redimido del pueblo en cuanto tal, ni es el fruto del campo, ese resto glorioso, la promesa de Dios, debe identificarse con mismo nombre del Mesías.
El texto ha sido entendido en esa línea mesiánica por el Targum y por diversos comentadores modernos, como Rosenmüller, Hengstenberg, Steudel, Umbreit, Caspari, Drechsler, y otros. El gran Rey del futuro es llamado xm;c,, ἀνατολή en el sentido de Heb 7, 14, es decir, como un vástago o retoño brotando del suelo humano, davídico, terreno, pero superando ese nivel. Lo que aquí se promete es un renuevo que Yahvé ha plantado en la tierra, y que él mismo hará que irrumpa y que crezca como orgullo de su congregación, que estaba esperando la llegada de este niño celestial.
En esa línea podríamos añadir que ese renuevo mesiánico de Dios es el que aparece designado en la cláusula paralela como “el fruto del campo” (es decir, el fruto de la tierra de Israel). De un modo consecuente, ese renuevo se vincula con la misma tierra que lo produce, precisamente en el sentido en que Sedecías aparece en Ez 17, 5 como “semilla de la tierra”. Pero las razones ya aducidas para mostrar que el “renuevo de Yahvé” no puede referirse simplemente a las bendiciones del campo se aplica con la misma fuerza al “fruto de la tierra”, pues lo que aquí se promete no es ya un fruto material de esa tierra, sino el mismo Mesías de Dios.
‒Esta expresión (hw"ëhy> xm;c,,, el renuevo de Yahvé) se refiere por tanto al Mesías, mirado como el fruto en el cual todo el crecimiento y cosecha de esta historia terrena encontraría eventualmente su conclusión (plenitud), divinamente prometida y concedida. El uso de este doble epíteto para indicar a “aquel que viene” sólo puede ser aceptado en fe, pero sin anticipar aquí la visión plena del Nuevo Testamento. Esta promesa se dirige por tanto al Mesías de Dios, pero aquí no podemos dejarnos llevar aún por el deseo de poner de relieve los dos aspectos (divino y humano) de su origen, cosa que sólo aparecerá claramente en el Nuevo Testamento25.
‒Este renuevo vendrá, por un lado, del mismo Yahvé; pero, en otro sentido, nacerá de la tierra, en la medida en que él surgirá de Israel. Éste es el pasaje a partir del cual fue adoptado por Jeremías (23, 5; 33, 15) y por Zacarías 3, 8; 6, 12 el tema del xm;c, ä o renuevo (o rama) como un nombre propio del Mesías. A partir de aquí, combinando este nombre propio (xm;c, , renuevo) con “nezer” (rc,nEß>, cf. Is 11, 1; 53, 2), fundó Mateo su afirmación de que, conforme a las profecías del Antiguo Testamento, el mesías del futuro se llamaría Nazareno o Nazoreo (Mt 2, 23).
Resulta sin duda extraño que este epíteto haya sido introducido de esa forma, sin preparación ninguna, ni siquiera en Isaías, que fue quien primero lo acuñó. De hecho, todo el pasaje relacionado con el Mesías se encuentra completamente aislado en el ciclo de las profecías de Is 1-6. Pues bien, en este contexto debemos recordar que el libro de Isaías es una obra completa e interconectada, de manera que lo que el profeta indica aquí meramente en forma de esbozo, él lo desarrolla más plenamente en el ciclo de profecías que siguen, en Is 7-12. En esa línea, el tema que él deja aquí como enigma en el pasaje que acabamos de presentar, recibe allí su solución plena. Sin detenerse más sobre el hombre del futuro, descrito de esta manera enigmáticamente simbólica, el profeta se apresura a ofrecer una descripción más precisa de la Iglesia de su tiempo.
Is 4, 3
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`~Øil'(v'WryBi ~yYIßx;l; bWtïK'h;-lK'
Y sucederá que quien quede en Sión, el que sea dejado en Jerusalén, será