Xavier Musquera

El secreto del pergamino


Скачать книгу

creo que sabe algo que no ha querido decirnos…

      —¿Tú crees?

      — Estoy seguro de ello. Empiezo a sospechar que estamos metidos en algo importante que no ha querido desvelarnos.

      —Tal vez, pero también es posible que no lo haya hecho para no complicarnos más las cosas. Esos estudios cabalísticos no son de nuestra incumbencia, no tenemos información al respecto y tampoco podemos meternos de cabeza sin más. Creo que Paul tenía razón. A lo mejor se trata simplemente de una chapuza económica de algún listillo de aquella época.

      —Puede ser —prosiguió Yves llevándose una mano a la frente—. Empiezo a tener un fuerte dolor de cabeza.

      —Y yo un empanada mental de campeonato —comentó la joven.

      La llovizna proseguía insistentemente, al igual que las reflexiones de ambos. La entrevista había comenzado cordialmente. Recordaban la anécdota del cómico ofrecimiento de las bebidas y cómo la conversación fue desarrollándose con el mismo tono amigable hasta que hizo su aparición la ya famosa copia. A partir de aquel instante, la atmósfera cambió como de polaridad. Kurt se había puesto algo tenso y por primera vez comprobaron cierto balbuceo en sus palabras. Aquella situación contrastaba con el aplomo y la gravedad con la que había desarrollado su exposición sobre algunas de las bases de la Qabbalah. Ahora tenían por delante toda una semana para poder seguir con sus respectivos trabajos, olvidándose por unos días del rabino, de Timmermans y sobre todo del pergamino.

      ***

      Aquella tarde, sentado tras la mesa de su despacho, Kurt le daba vueltas al asunto del pergamino. Lanzando una mirada fugaz a una serie de carpetas y papeles que había estado consultando, cogió el teléfono para llamar a su amigo Geert. A la tercera señal respondió el rabino.

      —¿Alló?, rabino Meyerbeer, ¿dígame?

      —Shalom Geert.

      —¡Shalom Kurt!, ¡Cuánto tiempo sin oír tu voz! ¿Qué tal estás, siempre tan ocupado?

      —Bueno, ya sabes… pendiente de información… Hasta el momento todo parecía estar tranquilo, hasta que llegaron estos chicos.

      —Creí oportuno que supieras de la existencia del manuscrito. Por eso te los mandé. Están muy entusiasmados con su descubrimiento y por mucho que lo intenten, no pueden disimularlo.

      —Tal vez tendría que dar aviso… Aunque sólo sea una consulta ordinaria.

      —No creo que sea nada trascendente, Kurt. Los chicos de hoy día ven mucha televisión y ello estimula su imaginación. Ya sabes. Algunos llegan a mezclar la ficción y los sueños de aventura con la realidad.

      —Tal vez tengas razón… Te mantendré al corriente.

      Una vez apagó el inalámbrico, Kurt cogió un par de folios de encima de la mesa y se acercó hasta el sillón de la cercana chimenea en la que se consumían algunos leños. Sentía frío a pesar del calor del fuego cercano. Se abrochó el amplio jersey de gruesa lana. Pero la gélida sensación que sabía no era física, persistía y llegaba hasta sus huesos. Con manos temblorosas miró sus anotaciones y garabatos. En aquel instante, centenares de imágenes cruzaron por su mente y una profunda amargura inundó su semblante. A pesar de sus años, todavía conservaba buena memoria. Recordaba perfectamente los números que aparecían en la copia del documento que más tarde anotaría. Una serie de combinaciones le permitieron saber su valor exacto y qué letras representaban.

      Estaba claro que aquel par de jóvenes no podían proseguir con sus investigaciones. Incluso sus vidas podrían estar en juego, si las sospechas que intuía llegaran a confirmarse. Hubiera sido mucho mejor no haberles contado nada con respecto a la ciencia cabalística, pero de no hacerlo, su empeño en la búsqueda hubiera sido mucho mayor. Nada mejor que una prohibición para que la gente haga caso omiso de ella. Lamentablemente no le quedó otra opción. Además, su amigo Geert se sintió en la obligación de mandarle los jóvenes con el hallazgo, para que supiera de la existencia del manuscrito. No saberlo, hubiera sido mucho peor. Realmente, ambos se encontraban ante un callejón sin salida.

      Kurt observó cómo las intermitentes ráfagas de viento echaban la lluvia contra los cristales del ventanal. Hacía ya cinco días que no cesaba de llover y ello presagiaba que aquel invierno se presentaría extremadamente frío y húmedo. Posiblemente ese tiempo actuaría en su favor. Con semejante meteorología, no les apetecería ir de biblioteca en biblioteca y de archivo en archivo, buscando respuestas.

      —¡Claro! —exclamó de repente Kurt en voz alta. Se dirigió rápidamente hacia el inalámbrico y llamó a su amigo de nuevo.

      —¿Geert?, disculpa, soy yo otra vez, escucha… Si uno de estos días vienen a visitarte de nuevo por el motivo que sea, les dices que te he llamado y que la figura geométrica resultante de la unión de los números, no es otra cosa que una identificación. Sí, eso es… un símbolo… semejante al Icthis que usaban los primeros cristianos para reconocerse entre ellos… Exacto, que no le den más vueltas… que no hay más… que eso es todo… simplemente. Esto vendrá a confirmarles que estaban en lo cierto, que el documento posee cierto valor, pero nada más. Evidentemente, ello colmará su ego estudiantil y dejarán el asunto por zanjado. Sí, espero que eso les haga olvidar el tema. Habrás comprobado que son muy inteligentes, podrían llegar lejos… demasiado. Eso es cosa nuestra. Ya me informarás.

      La lluvia arreciaba. Mientras escuchaba el monótono repiqueteo del agua en el tejado, Kurt fue a sentarse en su sillón preferido, encendiendo su curvada pipa y exhalando el humo aromático de la picadura Amsterdamer.

      Primero fue un fogonazo lívido, deslumbrador. Luego, el estruendo pareció sacudir el automóvil e incluso la propia carretera y los árboles sombríos que se alzaban a ambos lados. El conductor redujo en lo posible la velocidad, mientras cerraba un instante los ojos, deslumbrado por el destello del rayo. Los parabrisas eran insuficientes para dejar ver algo a través del torrencial aguacero que se le venía encima y que retumbaba sobre el vehículo como si de tambores se tratara. El hombre apenas sí vislumbraba los perfiles borrosos de arbustos y arboledas tras el cristal cubierto de regueros de agua. La luz de los faros solamente contribuía a producir un fantasmal bailoteo de sombras delante del automóvil.

      El servicio meteorológico había anunciado lluvias para esos días, pero no de tal calado. Mientras las ruedas levantaban cortinas de agua al deslizarse, los faros del coche llegaron a enfocar con relativa precisión el cartel que anunciaba Noville. Faltaba poco. Tras tomar una larga curva, el hombre pudo apenas distinguir una mortecina luz en la lejanía. Estaba llegando a su destino. Se maldijo a sí mismo por haber emprendido el viaje precisamente esa noche. Pero no tenía otro remedio, la situación así lo exigía.

      Salió del coche, tras tomar de encima del asiento inmediato su gabardina y su sombrero, si bien le sirvió de poco cuando recibió sobre cabeza y espaldas aquella especie de torrente lanzado desde el negro cielo. Corrió chapoteando sobre la gravilla y llamó al timbre pulsando varias veces. Kurt abrió la puerta y contempló la figura, como una aparición de ultratumba.

      —Shalom. ¡Entra, entra! ¡Quítate esto y acércate a la chimenea!

      —Shalom, Kurt. ¡La que está cayendo!

      Mientras el hombre se quitaba la empapada gabardina y el sombrero y frotaba sus manos frente al reparador calor de la lumbre, dirigió una mirada interrogativa hacia Kurt.

      —¿Recibiste el informe? —preguntó Kurt mientras le servía un J&B.

      —Sí, al poco de tu llamada —el hombre tomó un largo trago y respiró profundamente—. Creen que podría tratarse de algo importante.

      —Mejor tener controlada la situación.

      —Esos chicos ignoran dónde se han metido —comentó el hombre, dejándose caer en un sillón—. Hace años todo estaba tranquilo, incluso olvidado y de repente salta la chispa.

      Entretanto, Kurt se había dirigido hacia una cómoda isabelina y había sacado una hoja